¿Solo soy una billetera? – La historia de una madre salvadoreña que lo dio todo por su familia

—¿Y para cuándo el dinero, mamá?— La voz de mi hija, Sofía, retumbó en el altavoz del celular como un eco frío. Eran las seis de la mañana en San José, y yo apenas había terminado mi turno limpiando oficinas. El sudor me corría por la frente, pero el cansancio más grande no era físico: era ese peso en el pecho, esa sensación de ser solo una billetera con patas.

Me llamo Marta Hernández. Nací en un pueblito de La Unión, El Salvador, donde los sueños se secan bajo el sol y la pobreza es una sombra pegajosa. Hace quince años crucé la frontera con la esperanza de darle a mis hijas lo que yo nunca tuve: oportunidades, estudios, una vida sin miedo. Dejé todo atrás: mi casa de adobe, a mi mamá enferma, y a mis dos niñas pequeñas, Sofía y Camila, al cuidado de mi hermana Rosa.

Al principio, cada llamada era una fiesta. “¡Mamá, te extraño!”, gritaban las niñas. Yo les contaba historias de los volcanes ticos y ellas me hablaban de la escuela. Pero con los años, las llamadas se volvieron más cortas y llenas de listas: “Mamá, necesito para los útiles”, “Mamá, la matrícula”, “Mamá, la computadora”.

Hoy, Sofía tiene 22 años y Camila 19. Ninguna estudia ni trabaja. Viven con Rosa y esperan mis remesas como quien espera la lluvia en verano. Yo trabajo limpiando casas durante el día y oficinas por la noche. Duermo poco, como mal, y a veces me pregunto si todo esto tiene sentido.

Esa mañana, después de colgar con Sofía, me senté en la cama del cuarto que comparto con otras tres mujeres salvadoreñas. Miré mis manos agrietadas y sentí una rabia sorda.

—¿Por qué solo me buscan para pedirme plata?— le pregunté a Maribel, mi compañera de cuarto.

Ella suspiró y me abrazó. —Así somos las madres, Marta. Nos toca dar hasta que no queda nada.

Pero yo ya no quería ser solo eso. Quería volver a sentirme amada, respetada. Quería que mis hijas supieran quién soy más allá de los dólares que mando cada quincena.

Un domingo decidí llamar a Rosa para hablar claro.

—Rosa, necesito que hables con las niñas. No puedo seguir así. Estoy cansada y enferma. Ellas ya son grandes, deberían buscar trabajo o estudiar algo.

Rosa guardó silencio unos segundos.

—Marta, vos sabés cómo está el país. No hay trabajo y las cosas están caras. Pero tenés razón… yo también estoy preocupada por ellas.

Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Recordé cuando Sofía tenía fiebre y yo le cantaba para dormirla; cuando Camila se caía y corría a mis brazos buscando consuelo. ¿En qué momento nos perdimos?

Pasaron semanas sin que me llamaran. El silencio era peor que los reclamos. Un día recibí un mensaje de Camila: “Mamá, ¿por qué ya no mandás igual? ¿Ya no te importamos?”

Sentí un nudo en la garganta. Les escribí un audio largo:

—Hijas, yo las amo más que a nada en este mundo. Pero también soy persona. Me duele que solo me busquen por dinero. Quiero saber cómo están, qué sueñan, qué sienten… No quiero ser solo un cajero automático.

No respondieron enseguida. Pasaron días de angustia hasta que Sofía me llamó llorando.

—Perdón, mamá… No sabía que te sentías así. Es que aquí todo es tan difícil… A veces siento rabia porque no estás, pero sé que lo haces por nosotras.

Camila también habló:

—Yo te extraño mucho, mamá. A veces me da vergüenza pedirte cosas, pero no sé cómo ayudarte desde aquí.

Por primera vez en años hablamos de verdad. Les conté mis miedos, mis dolores; ellas me hablaron de su soledad y su frustración. Lloramos juntas a través del teléfono.

Desde entonces las cosas no son perfectas, pero han cambiado. Sofía empezó a vender ropa usada por internet; Camila ayuda a Rosa con un pequeño negocio de pupusas. A veces todavía me piden ayuda, pero también me cuentan sus días, sus sueños y hasta sus peleas tontas.

Hoy sigo trabajando duro en Costa Rica, pero ya no siento ese vacío tan grande. Mis hijas empiezan a verme como persona otra vez.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres en nuestra tierra sienten lo mismo? ¿Cuándo aprenderemos a vernos más allá del sacrificio? ¿Será posible sanar las heridas del abandono forzado?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que solo valen por lo que pueden dar? ¿Cómo se recupera el amor propio después de tantos años de sacrificio?