El balde de tomates y el secreto de mi suegra

—¡No puedo creer que hayas traído esto, mamá! —grité sin poder contenerme, mientras veía a mi suegra, Doña Carmen, dejar el balde de tomates sobre la mesa de la cocina. Los tomates estaban tan blandos que algunos ya se habían reventado, manchando el plástico con un jugo rojizo y ácido. Mi esposo, Mauricio, se quedó callado, mirando el suelo como si quisiera desaparecer.

Doña Carmen me miró con esos ojos duros que solo las mujeres que han sobrevivido a la vida en el campo pueden tener. —No te pongas así, Lucía. Son tomates del huerto. No se tira la comida —dijo, como si su palabra fuera ley.

Yo sentí la rabia subir por mi pecho. No era solo por los tomates. Era por todo: por la casa pequeña, por el sueldo que no alcanzaba, por las visitas inesperadas y por esa sensación de que nunca era suficiente para nadie. Pero sobre todo, era por mi hijo Matías, que desde hacía semanas no quería salir de su cuarto.

—¿Y qué se supone que haga con esto? —pregunté, levantando un tomate blando entre mis dedos.

—Haz salsa, haz sopa, haz lo que sea. Pero no los tires —insistió Doña Carmen.

Mauricio intentó mediar: —Mamá, Lucía está cansada. Hoy tuvo doble turno en el hospital.

—¿Y yo? ¿Crees que no estoy cansada? —replicó ella—. Pero aquí nadie se muere por trabajar un poco más. Si no fuera por mí, ustedes ni tendrían tomates.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos. No quería llorar delante de ella. Me di la vuelta y empecé a lavar los tomates, uno por uno, mientras escuchaba cómo Doña Carmen le preguntaba a Mauricio si ya había hablado con Matías sobre «ese tema».

No sabía a qué se refería, pero sentí un escalofrío. Últimamente Matías estaba extraño: no comía con nosotros, apenas hablaba y pasaba horas encerrado con su celular. Yo pensaba que era la adolescencia, pero algo en la voz de Doña Carmen me hizo sospechar que había algo más.

Esa noche, mientras preparaba una salsa improvisada con los tomates casi podridos, escuché a Matías llorar en su cuarto. Me acerqué a la puerta y toqué suavemente.

—¿Puedo pasar?

No respondió. Abrí despacio y lo vi sentado en el suelo, abrazando sus rodillas.

—¿Qué te pasa, hijo?

Me miró con los ojos rojos. —Nada, mamá. Solo estoy cansado.

Me senté a su lado y le acaricié el cabello. —¿Es por la abuela? ¿Por los tomates?

Él soltó una risa amarga. —No es por los tomates. Es porque siento que todo está mal aquí. Que siempre estamos peleando. Que nunca hay dinero para nada. Que papá no me escucha…

Sentí un nudo en la garganta. —Estamos haciendo lo mejor que podemos…

—¿Y si yo no quiero esto? ¿Y si quiero irme? —me interrumpió.

Me quedé helada. ¿Irse? ¿A dónde? Solo tenía quince años.

—¿Por qué dices eso?

Matías bajó la cabeza. —Porque siento que aquí nadie es feliz. Ni tú, ni papá… ni yo.

No supe qué decirle. Lo abracé fuerte y lloramos juntos en silencio.

Al día siguiente, mientras hervía la salsa de tomate y Doña Carmen pelaba ajos en la mesa, Mauricio entró con una carta en la mano.

—Es del colegio —dijo serio—. Matías no ha entregado tareas en semanas.

Doña Carmen resopló: —Te dije que algo raro pasaba con ese muchacho.

Me sentí culpable. Había estado tan ocupada sobreviviendo al día a día que no me había dado cuenta de lo mal que estaba mi hijo.

Esa tarde nos sentamos los cuatro en la mesa, frente a un plato de arroz con salsa de tomate casera. Nadie hablaba. El silencio era tan espeso como el olor ácido de los tomates cocidos.

De pronto, Matías rompió el silencio:

—No quiero seguir así. No quiero estar triste todo el tiempo.

Mauricio lo miró sorprendido. —¿Qué necesitas?

Matías dudó un momento antes de hablar:

—Quiero ir a terapia. Quiero hablar con alguien que no sea de la familia.

Doña Carmen bufó: —Eso es para locos.

Yo sentí una mezcla de alivio y miedo. Alivio porque mi hijo había dicho lo que sentía; miedo porque no sabía cómo íbamos a pagar una terapia privada con lo poco que ganábamos.

Pero miré a Matías y supe que tenía que hacer algo diferente esta vez.

—Vamos a buscar ayuda —le prometí—. No sé cómo, pero lo vamos a hacer juntos.

Doña Carmen se levantó bruscamente y salió al patio sin decir palabra. Mauricio me tomó la mano debajo de la mesa y sentí su apoyo silencioso.

Esa noche me quedé pensando en todo lo que había pasado desde que llegaron los tomates: las peleas, los silencios, las verdades escondidas bajo la rutina diaria. Me di cuenta de que muchas veces dejamos que los problemas pequeños tapen los grandes; que nos aferramos a lo conocido aunque nos haga daño; que preferimos callar antes que enfrentar lo que realmente duele.

Al final, los tomates podridos no eran el problema. Eran solo el síntoma de algo mucho más profundo: el miedo al cambio, al fracaso, a aceptar que necesitamos ayuda.

Hoy miro a mi familia y me pregunto: ¿Cuántas veces hemos dejado que el orgullo o el miedo nos impidan buscar ayuda? ¿Cuántas familias como la mía están luchando en silencio por miedo al qué dirán?

¿Y ustedes? ¿Se animarían a pedir ayuda aunque todo el mundo les diga que no sirve para nada?