Un golpe a la puerta en la madrugada: Mi suegra, la traición y el duelo que no pude perdonar
—¡Abre, por favor! ¡Por favor, Lucía!— gritaba doña Carmen, mi suegra, golpeando la puerta con una desesperación que me heló la sangre. Eran las dos de la mañana y la lluvia caía con furia sobre el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Medellín. El corazón me latía tan fuerte que sentí que iba a salirse del pecho. Mi esposo, Julián, no estaba; había salido desde temprano diciendo que iba a ver a su hermana, Laura, porque estaba enferma.
Me puse una bata y corrí a abrir. Doña Carmen estaba empapada, el maquillaje corrido y los ojos hinchados de tanto llorar. Se aferró a mis brazos como si yo fuera su única salvación.
—Lucía… mija… pasó algo horrible— sollozó, y su voz se quebró en mil pedazos.
La senté en la sala, le di una toalla y un café caliente. Ella temblaba. Yo no sabía si era por el frío o por el miedo. Intenté calmarla, pero cada vez que intentaba hablar, sólo salían más lágrimas.
—¿Dónde está Julián?— preguntó de pronto, mirándome con una mezcla de angustia y rabia.
—No ha llegado. Me dijo que iba donde Laura…
En ese momento, doña Carmen soltó un grito ahogado y se cubrió la cara con las manos. Yo sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—Laura… Laura está muerta, Lucía. Se fue esta noche…— dijo entre sollozos.
El mundo se detuvo. No podía creerlo. Laura era como mi hermana; habíamos compartido tantas cosas desde que llegué a esta familia humilde pero unida. Me senté junto a doña Carmen, sin saber qué decir. El silencio se hizo pesado, sólo roto por el golpeteo de la lluvia y los sollozos de mi suegra.
Pero lo peor no había llegado aún.
A las tres de la mañana, Julián llegó. Entró empapado, con la camisa manchada de barro y los ojos rojos. Cuando vio a su madre y a mí juntas, se quedó paralizado en la puerta.
—¿Qué pasó?— preguntó con voz ronca.
Doña Carmen se levantó de golpe y lo abofeteó con todas sus fuerzas.
—¡Por tu culpa! ¡Por tu culpa mi hija está muerta!— gritó.
Yo miraba sin entender nada. Julián se llevó la mano a la mejilla y bajó la cabeza.
—Mamá… yo no quería…
—¡No me digas mamá! ¡Eres un traidor!— chilló ella.
Me acerqué a Julián, temblando.
—¿Qué está pasando? ¿Qué hiciste?
Julián me miró con unos ojos llenos de culpa y miedo. Se dejó caer en el sofá y empezó a hablar con voz baja, casi susurrando:
—Laura… Laura descubrió que yo… que yo tenía otra mujer. Quiso enfrentarse conmigo esta noche. Discutimos… se puso muy mal… salió corriendo bajo la lluvia… y…
No pudo seguir. Doña Carmen lloraba desconsolada. Yo sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—¿Otra mujer? ¿Tú? ¿Desde cuándo?— le grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
Julián no respondió. Sólo bajó más la cabeza. Doña Carmen me abrazó fuerte, como si quisiera protegerme del dolor que ella misma sentía.
Esa noche no dormimos. El amanecer llegó gris y frío. La noticia de la muerte de Laura corrió como pólvora por el barrio: “Un accidente en la carretera”, decían los vecinos; “la encontraron sola, mojada, sin vida”. Nadie sabía la verdad excepto nosotros tres.
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Carmen no podía mirarme sin llorar; Julián apenas salía del cuarto; yo caminaba como un fantasma por la casa, tratando de entender en qué momento mi vida se había convertido en una pesadilla.
En el velorio de Laura, los murmullos no cesaban:
—Dicen que fue por una pelea familiar…
—Pobre muchacha… tan joven…
—¿Y Julián? ¿Por qué no llora?
Yo sólo quería gritarles a todos que no sabían nada, que nadie sabía lo que era cargar con ese dolor, esa culpa ajena que también era mía por no haber visto las señales antes.
Una tarde, mientras preparaba café para los familiares que venían a dar el pésame, escuché a doña Carmen hablando con Julián en el patio:
—Tienes que decirle toda la verdad a Lucía. No puedes seguir ocultándoselo.
Me quedé quieta, escuchando detrás de la puerta.
—¿Para qué? Ya suficiente daño le hice…
—¡Ella merece saberlo!— insistió doña Carmen.
Entré al patio sin hacer ruido. Julián me miró sorprendido.
—¿Qué es lo que tengo que saber?— pregunté con voz firme.
Julián tragó saliva y me miró directo a los ojos:
—La otra mujer… es Sandra… tu mejor amiga.
Sentí como si me hubieran dado una puñalada en el pecho. Sandra, mi confidente desde el colegio, mi hermana elegida… ¿Cómo pudo?
Salí corriendo de la casa sin mirar atrás. Caminé bajo el sol ardiente hasta llegar al parque donde solíamos jugar Sandra y yo cuando éramos niñas. Me senté en una banca y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Los días pasaron lentos y pesados. Sandra intentó llamarme mil veces; nunca contesté. Julián me pidió perdón de rodillas; no pude perdonarlo. Doña Carmen enfermó del corazón; yo traté de cuidarla porque era lo único que me quedaba de esa familia rota.
Una noche, mientras le daba su medicina a doña Carmen, ella me tomó la mano con fuerza:
—Perdónalo si puedes, mija… No cargues ese odio toda tu vida…
Pero yo no podía. No después de todo lo que había pasado. No después de perder a Laura, a Julián y a Sandra en una sola noche.
Hoy han pasado dos años desde aquella madrugada lluviosa. Sigo viviendo en la misma casa, ahora sola con mis recuerdos y el eco de los gritos de esa noche. A veces pienso en Julián; supe que se fue lejos, buscando empezar de nuevo. Sandra nunca volvió al barrio. Doña Carmen descansa junto a Laura en el cementerio del pueblo.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar realmente o si este dolor será mi única compañía hasta el final de mis días.
¿Ustedes creen que es posible perdonar una traición así? ¿O hay heridas que nunca sanan?