Tres días de silencio

—¿Por qué no llama? —me pregunté por cuarta vez esa mañana, mientras sostenía el teléfono fijo con la mano temblorosa. El aparato funcionaba perfectamente; el tono era claro, frío, indiferente. Lo colgué despacio, como si al hacerlo pudiera obligar a Krystian a llamarme, como si el simple contacto con el plástico pudiera transmitirle mi ansiedad a kilómetros de distancia.

Eran las diez y media. Krystian siempre llamaba a las nueve, apenas llegaba a la oficina en el microcentro porteño. Pero hoy era el tercer día de silencio. Tres días sin escuchar su voz, sin saber si desayunó, si llegó bien, si sigue peleando con su jefe o si todavía piensa en volver a casa los domingos. Tres días en los que mi departamento en Caballito se sentía más grande y vacío que nunca.

Me senté junto a la ventana, mirando la avenida Rivadavia. El bullicio de la ciudad era un eco lejano; aquí adentro sólo reinaba el silencio. Recordé cuando Krystian era chico y corría por este mismo living, tirando los juguetes por todas partes. «¡Mamá, mirá! ¡Mirá lo que hice!» gritaba con esa voz aguda que ahora sólo existe en mi memoria.

El reloj marcó las once. Me levanté y fui a la cocina. Preparé un mate, pero no tenía ganas de tomarlo. El agua se enfrió en el termo mientras yo repasaba mentalmente cada palabra de nuestra última conversación. Habíamos discutido. Otra vez por lo mismo: su padre.

—No entiendo por qué seguís defendiéndolo —me había dicho Krystian, con ese tono seco que heredó de mí—. Él nunca estuvo cuando lo necesitábamos.

—Era tu papá, Krystian. Hizo lo que pudo —le respondí, aunque ni yo misma me creía esa excusa.

La discusión terminó con un portazo virtual: él cortó la llamada y yo me quedé hablando sola frente al teléfono. Desde entonces, silencio absoluto.

El timbre del portero eléctrico me sobresaltó. Corrí a atender, con el corazón en la garganta.

—¿Sí?

—Señora Wanda, soy doña Marta del 3B. ¿Usted tiene azúcar? Se me terminó justo ahora.

Suspiré, decepcionada. Le dije que sí y fui hasta la puerta para alcanzarle un poco en una bolsita. Marta me miró con lástima.

—¿Todo bien, Wanda? Te veo medio pálida.

—Sí, sí… sólo un poco cansada —mentí.

Ella sonrió y se fue. Cerré la puerta y apoyé la frente contra la madera. ¿Tan evidente era mi angustia? ¿O simplemente todas las madres del edificio compartíamos el mismo dolor silencioso?

Volví al teléfono. Marqué el número de Krystian, pero corté antes de que diera tono. No quería parecer desesperada. No quería ser esa madre pesada que él tanto criticaba en sus amigos: «Mi vieja no me deja respirar», solía decir riéndose.

El día avanzó lento. Almorcé sola, mirando las noticias sin prestar atención. La ciudad seguía su ritmo frenético mientras yo quedaba atrapada en mi propio tiempo detenido.

A la tarde, mi hermana Lucía llamó desde Rosario.

—¿Y Krystian? ¿Te llamó ya?

—No… hace tres días que no sé nada de él.

Lucía suspiró al otro lado del teléfono.

—Dale tiempo, Wanda. Los hijos son así ahora. Se encierran en sus cosas…

—¿Y si le pasó algo? ¿Y si está enojado conmigo para siempre?

—No digas pavadas —me retó—. Vos siempre pensás lo peor.

Cortamos después de unos minutos de charla superficial. Me sentí aún más sola. Lucía tenía razón: siempre pensaba lo peor. Pero es que la vida me enseñó a esperar malas noticias.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar el teléfono, como si pudiera adivinar una llamada perdida en la oscuridad. Recordé cuando Krystian tenía fiebre y yo pasaba noches enteras sentada a su lado, esperando que bajara la temperatura. Ahora esperaba una llamada con la misma desesperación.

El segundo día fue peor. El silencio se volvió insoportable. Empecé a revisar viejas fotos: Krystian en su primer día de clases, Krystian disfrazado de superhéroe en Carnaval, Krystian abrazando a su papá antes de que él se fuera para siempre.

Me pregunté si había sido una buena madre. Si mis decisiones lo habían marcado para mal. Si debí haberlo defendido más ante los gritos y ausencias de su padre o si debí haberme ido antes para evitarle tanto dolor.

Por la tarde, bajé al almacén de don Ernesto para comprar pan.

—¿Y su hijo? ¿Hace mucho que no lo veo por acá —preguntó Ernesto mientras embolsaba las facturas.

—Está trabajando mucho —mentí otra vez.

Ernesto asintió con esa sabiduría silenciosa de los viejos del barrio.

Volví a casa y me senté frente al teléfono como quien espera un milagro. Pensé en llamarlo otra vez, pero algo me detuvo: el orgullo o el miedo al rechazo, no lo sé.

La noche cayó pesada sobre Buenos Aires. Afuera llovía; adentro sólo llovían recuerdos y culpas.

El tercer día amaneció gris y frío. Me levanté temprano y limpié toda la casa para distraerme, pero nada lograba acallar ese zumbido constante en mi pecho: la angustia de no saber nada de mi hijo.

Al mediodía, finalmente sonó el teléfono. Corrí a atenderlo con manos temblorosas.

—Hola…

—Mamá…

La voz de Krystian sonaba cansada, lejana.

—¡Ay, hijo! ¿Estás bien? ¿Por qué no llamaste antes? Me tenías muerta de preocupación…

Hubo un silencio incómodo al otro lado.

—Perdón, má… Estuve pensando mucho estos días… Sobre todo lo que hablamos…

Sentí un nudo en la garganta.

—No importa lo que pasó con tu papá —dije casi en un susurro—. Lo único que importa es que te quiero y te extraño…

Krystian suspiró.

—Yo también te quiero, má… Pero necesito tiempo para entender algunas cosas…

Quise decirle tantas cosas: que lo entendía, que también necesitaba tiempo para perdonarme a mí misma, que el amor de una madre nunca se apaga aunque duela… Pero sólo pude llorar en silencio mientras él prometía volver a llamar pronto.

Cuando colgué, sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza. El silencio había terminado, pero las heridas seguían abiertas.

Ahora me pregunto: ¿cuántas madres estarán esperando una llamada como yo? ¿Cuántos silencios esconden historias no contadas entre padres e hijos? ¿Vale más el orgullo o el amor?