Cuando el corazón se rompe y la fe resiste: Mi travesía entre el dolor y el perdón
—¡No puede ser! —grité, sintiendo cómo mi garganta se desgarraba con cada palabra. La plaza de San Miguel estaba llena de luces y música esa noche de viernes, pero para mí todo se volvió gris cuando vi a Julián, mi Julián, abrazando a otra mujer justo frente al quiosco. No era una desconocida: era Fernanda, la hija del panadero, la que siempre me miraba con una sonrisa torcida en la iglesia.
Me quedé paralizada. Sentí que el mundo se detenía y que todos los ojos del pueblo estaban sobre mí. Mi prima Mariana me tomó del brazo, intentando arrastrarme lejos de la escena.
—Vámonos, Lucía. No vale la pena —susurró, pero yo no podía moverme. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.
No sé cómo llegué a casa esa noche. Recuerdo el sonido de mis pasos sobre las piedras de la calle, el eco de las risas lejanas y el peso de las lágrimas que no quería dejar salir. Mi mamá me esperaba en la cocina, como si supiera que algo malo había pasado.
—¿Qué tienes, hija? —preguntó con esa voz suave que siempre me hacía sentir protegida.
Me derrumbé en sus brazos. Lloré como nunca antes. Le conté todo: cómo Julián me había prometido amor eterno bajo el árbol de mango, cómo habíamos soñado con casarnos y tener hijos, y cómo ahora lo veía con otra, como si yo nunca hubiera existido.
—A veces Dios nos pone pruebas difíciles para enseñarnos algo —dijo mi mamá mientras me acariciaba el cabello—. No pierdas la fe, Lucía.
Pero esa noche, mi fe tambaleó. Me sentí traicionada no solo por Julián, sino por la vida misma. ¿Por qué a mí? ¿Por qué después de tantos años juntos?
Los días siguientes fueron un infierno. En el pueblo todos hablaban. Las vecinas cuchicheaban cuando pasaba por la tienda. En la iglesia, sentía las miradas clavadas en mi espalda. Hasta mi abuela Rosa me preguntó si había hecho algo para que Julián se fuera con otra.
—Los hombres no se van nomás porque sí —dijo con su tono severo—. Algo debiste haber hecho.
Esa frase me dolió más que cualquier otra cosa. ¿Era mi culpa? ¿Había sido demasiado celosa? ¿Demasiado confiada?
Busqué refugio en mis amigas. Mariana y Sofía venían cada tarde a mi casa con helado y películas viejas. Pero ni las risas ni los chismes lograban llenar el vacío que sentía.
Una tarde, mientras caminaba sola por el campo detrás de la iglesia, me encontré con el padre Tomás. Me saludó con una sonrisa amable y me invitó a sentarme en una banca bajo un árbol.
—Te ves triste, Lucía. ¿Quieres hablar?
No sé por qué, pero le conté todo. Él escuchó en silencio y luego me dijo algo que nunca olvidaré:
—El dolor es parte de la vida, hija. Pero también lo es el perdón. No solo para los demás, sino para ti misma.
Esa noche recé como no lo hacía desde niña. Le pedí a Dios que me ayudara a entender, a perdonar y a sanar. No fue fácil. Cada vez que veía a Julián y Fernanda juntos en la plaza o en misa, sentía una punzada en el pecho. Pero poco a poco, empecé a soltar el rencor.
Un domingo después de misa, Julián se acercó a mí. Su mirada estaba llena de culpa.
—Lucía… yo… lo siento mucho. No quise lastimarte —balbuceó.
Por un momento quise gritarle todo lo que había guardado: el dolor, la rabia, la traición. Pero solo pude decir:
—Te perdono, Julián. No por ti, sino por mí.
Sentí un peso enorme levantarse de mis hombros. No fue un perdón perfecto ni inmediato, pero fue un paso hacia adelante.
Con el tiempo, aprendí a reír otra vez. Volví a salir con mis amigas, retomé mis estudios en línea y hasta empecé a ayudar en la parroquia organizando actividades para los niños del pueblo. Mi familia estuvo siempre ahí, apoyándome incluso cuando yo misma dudaba de poder seguir adelante.
Un día, mientras ayudaba a repartir despensas con el padre Tomás, una señora mayor se me acercó y me dijo:
—Eres muy valiente, Lucía. No todas pueden perdonar así.
Sonreí por primera vez en mucho tiempo sin sentir dolor.
Ahora entiendo que el amor propio es tan importante como el amor por los demás. Que la fe no es solo rezar cuando todo va bien, sino confiar cuando todo parece perdido. Y que el perdón es un regalo que nos damos a nosotros mismos para poder seguir adelante.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres en nuestros pueblos han sentido este mismo dolor? ¿Cuántas han tenido que aprender a perdonar para poder volver a vivir? ¿Y tú… has tenido que soltar algo para poder sanar?