Corazones rezados: felicidad a pesar de todo

—¿Y tú para cuándo, Ana Lucía? —me preguntó doña Chayo, la vecina, mientras barría la acera frente a su casa, lanzando miradas furtivas como si buscara confirmar que yo seguía sola, sin marido ni hijos.

No respondí. Solo apreté los labios y seguí caminando hacia la tienda, sintiendo el peso de cada palabra como piedras en los bolsillos. En San Miguel del Alto, un pueblo perdido entre los cerros de Jalisco, las mujeres como yo —las que pasamos de los treinta sin casarnos— somos tema de conversación, casi una advertencia para las más jóvenes.

Mis hermanas, Mariana y Sofía, se casaron jóvenes. Mariana vive en Guadalajara con su esposo y tres hijos; Sofía se fue a Monterrey y ya va por el segundo embarazo. Sus casas están llenas de risas, juguetes tirados y fotos familiares en las paredes. La nuestra, la casa vieja de adobe donde crecimos, solo tiene el eco de los pasos de mi madre y los míos. Mi padre murió hace años, y desde entonces me quedé aquí, cuidando a mamá y esperando… ¿Esperando qué? ¿Un milagro? ¿Un hombre que llegara a rescatarme del silencio?

A veces me pregunto si fue cobardía o lealtad lo que me hizo quedarme. Cuando era niña soñaba con irme a la ciudad, estudiar enfermería y conocer el mundo. Pero mamá enfermó justo cuando terminé la prepa. Mis hermanas ya tenían sus vidas hechas y alguien tenía que quedarse. Así que fui yo. «Eres la más fuerte», decían todos. Pero nadie preguntó si quería serlo.

Las tardes eran largas. Después de limpiar la casa y preparar la cena para mamá, me sentaba en el corredor a ver cómo el sol se escondía detrás del cerro. A veces lloraba en silencio, otras veces rezaba. «Diosito, mándame aunque sea un poquito de felicidad», susurraba. Pero los días pasaban iguales: el mismo café frío, las mismas miradas de lástima en la iglesia, las mismas preguntas incómodas en las fiestas patronales.

Un día llegó al pueblo un hombre nuevo. Se llamaba Esteban y venía de Zacatecas. Decían que era viudo y que buscaba trabajo en el campo. Lo vi por primera vez en la misa del domingo, sentado solo en la última banca. Tenía las manos grandes y callosas, y una tristeza en los ojos que reconocí al instante.

—¿Ya viste al nuevo? —me preguntó Mariana por teléfono—. Dicen que es trabajador y serio. ¿Por qué no le hablas?

Me reí nerviosa. «¿Y qué le voy a decir? ¿Que si quiere casarse conmigo porque ya nadie más me va a querer?» Pero esa noche soñé con él. Soñé que caminábamos juntos por el pueblo y que la gente nos miraba con sorpresa.

Pasaron semanas antes de atreverme a saludarlo. Fue en la tienda de don Pancho. Esteban estaba comprando tortillas y yo leche para mamá.

—Buenas tardes —dije bajito.

Él levantó la mirada y sonrió apenas.

—Buenas tardes.

Sentí que me ardían las mejillas. Salí rápido, pero desde ese día empecé a buscarlo con la mirada cada vez que salía al pueblo.

Los rumores no tardaron en llegar. «Ana Lucía anda tras el viudo», decían las vecinas. «A ver si ahora sí se le hace». Al principio me dolía, pero luego empecé a reírme sola. ¿Qué más podían decir? Ya habían dicho todo sobre mí.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, Esteban llegó a la puerta.

—Disculpe… ¿tiene agua? Se me descompuso el grifo en mi casa —dijo, nervioso.

Le ofrecí pasar y le serví un vaso de agua fresca. Mamá lo miró con curiosidad desde su sillón.

—¿Y usted de dónde es? —preguntó ella.

—De Zacatecas, señora. Mi esposa murió hace dos años…

Se hizo un silencio incómodo. Yo sentí ganas de abrazarlo, pero solo atiné a ofrecerle más agua.

Desde ese día empezó a visitarnos seguido. A veces traía pan dulce, otras veces solo venía a platicar con mamá sobre el campo o los santos del pueblo. Poco a poco fui sintiendo algo que creí perdido: ilusión.

Pero no todo era tan fácil. Un día encontré a doña Chayo hablando con otras vecinas frente a mi casa.

—Ya viste cómo Ana Lucía se le pega al viudo…

—Pues ni modo que se quede sola toda la vida —respondió otra—. Aunque dicen que él todavía llora por su esposa…

Me dolió más de lo que quise admitir. Esa noche lloré hasta quedarme dormida. ¿Y si solo era una ilusión? ¿Y si Esteban nunca podría quererme como yo lo quería?

Pasaron meses así: visitas discretas, miradas furtivas en la plaza, conversaciones largas bajo el corredor mientras mamá dormía la siesta. Un día Esteban me tomó la mano.

—Ana Lucía… yo no sé si estoy listo para volver a amar —me dijo con voz temblorosa—. Pero contigo siento paz.

Sentí que el corazón me latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.

—Yo tampoco sé si estoy lista para otra decepción —le respondí—. Pero también siento paz contigo.

Nos quedamos así, tomados de la mano, mientras afuera caía una lluvia ligera sobre el pueblo dormido.

Las cosas no cambiaron de un día para otro. Los rumores siguieron, las miradas también. Pero poco a poco aprendí a ignorarlas. Aprendí que la felicidad no siempre llega como uno espera; a veces llega tarde, cansada y llena de cicatrices… pero llega.

Mamá murió un año después, tranquila y rodeada de mis hermanas que vinieron desde lejos para despedirse. Me quedé sola en la casa grande, pero ya no sentí miedo ni tristeza: Esteban estaba conmigo.

Hoy nuestra casa está llena de plantas, risas y silencios compartidos. No tuvimos hijos —ya era tarde para eso— pero tenemos paz y compañía. A veces pienso en todo lo que sufrí por esperar algo que parecía imposible.

¿Vale la pena resistir ante los prejuicios y seguir buscando la felicidad aunque todos digan que ya es tarde? ¿Cuántas mujeres como yo siguen esperando un milagro sin saber que pueden ser su propio milagro?