La llegada de Emiliano: Cuando la felicidad se convierte en prueba
—¿Estás seguro que quieres esto, Julián? —La voz de Camila temblaba, sus ojos brillaban entre la emoción y el miedo. Era una noche calurosa en Monterrey, y el ventilador apenas lograba mover el aire denso del departamento que heredé de mi abuelo. Yo tenía 39 años, una carrera estable en una empresa de logística, y siempre había dicho que el matrimonio no era para mí… a menos que llegara un hijo.
Y ahí estaba: la prueba positiva en su mano, el futuro latiendo en su vientre. Sentí una euforia que me hizo reír y llorar al mismo tiempo. Nos abrazamos fuerte, como si el mundo se hubiera detenido. Pero esa noche, mientras Camila dormía a mi lado, yo miraba el techo preguntándome si realmente estaba listo. ¿Sería buen padre? ¿Podría darle a ese niño lo que yo nunca tuve?
Los primeros meses fueron una mezcla de alegría y ansiedad. Camila empezó a cambiar: sus antojos, sus náuseas, su humor volátil. Yo intentaba ser paciente, pero a veces me sentía invisible. Mi madre, Doña Teresa, no tardó en opinar:
—¿Y cuándo se van a casar? No puedes dejar a la muchacha así, Julián. ¡Eso no es de hombres!
Yo le respondía con evasivas, pero la presión crecía. En cada comida familiar, los cuchicheos eran inevitables. Mi hermana Lucía me miraba con reproche:
—Papá estaría avergonzado si viera cómo manejas esto.
Pero yo no quería casarme solo porque «tocaba». Quería hacerlo por amor, no por obligación. Camila lo sabía y lo respetaba… al menos al principio.
El embarazo avanzó y con él, los problemas cotidianos: el dinero nunca parecía suficiente, los gastos médicos aumentaban y la casa se sentía cada vez más pequeña. Una noche, después de una discusión por una tontería —el color de la cuna— Camila explotó:
—¡No sé si quiero esto contigo! Siento que estoy sola en esto, Julián.
Me quedé helado. ¿Cómo podía sentirse sola si yo estaba ahí? Pero después entendí: estar presente físicamente no es lo mismo que acompañar de verdad. Empecé a llegar más temprano del trabajo, a escucharla sin juzgarla, a compartir sus miedos.
El día que nació Emiliano fue un caos hermoso. Lloré como nunca cuando lo tuve en brazos por primera vez. Era tan pequeño y frágil… Sentí que el mundo se reducía a ese instante. Pero la felicidad duró poco.
Las noches sin dormir nos volvieron irascibles. Camila cayó en una tristeza profunda; apenas comía y lloraba por cualquier cosa. Yo no entendía qué pasaba:
—¿Por qué no puedes estar feliz? ¡Tenemos un hijo sano!
Ella solo me miraba con ojos vacíos. Un día me gritó:
—¡No entiendes nada! Siento que me ahogo…
Busqué ayuda: hablé con mi tía Mariela, enfermera jubilada, quien me explicó sobre la depresión postparto. Me sentí culpable por no haberlo visto antes. Empecé a encargarme más de Emiliano: cambiar pañales, preparar biberones, arrullarlo en las madrugadas mientras Camila dormía unas horas más.
Pero la tensión seguía creciendo. Mi madre insistía en que nos mudáramos con ella para «ayudar», pero yo sabía que eso solo empeoraría las cosas. Camila necesitaba espacio y comprensión, no más juicios ni tradiciones impuestas.
Un día, mientras bañaba a Emiliano, sentí que algo dentro de mí se rompía. Recordé a mi propio padre: ausente, frío, siempre trabajando. Me prometí no repetir su historia… pero ¿y si ya lo estaba haciendo?
Las cuentas se acumulaban; tuve que vender el auto para pagar una deuda médica. Mis amigos dejaron de invitarme a salir; decían que ya no era el mismo. Y tenían razón: ya no era el mismo Julián de antes.
Una tarde, Camila me tomó de la mano y me dijo:
—No sé si vamos a sobrevivir como pareja… pero quiero intentarlo por Emiliano y por nosotros.
Lloramos juntos esa noche. Decidimos ir a terapia familiar; fue duro escuchar verdades incómodas sobre nuestras expectativas y miedos. Aprendí a pedir ayuda, a no sentirme menos hombre por sentirme vulnerable.
Poco a poco, Camila fue recuperando su sonrisa. Emiliano crecía sano y fuerte; su risa llenaba la casa de esperanza. Pero los problemas no desaparecieron: seguíamos peleando por dinero, por tiempo juntos, por las visitas incómodas de la familia.
Un domingo cualquiera, mientras jugaba con Emiliano en el parque, vi a otros padres jóvenes riendo con sus hijos y me pregunté si ellos también sentían miedo o si solo yo era tan inseguro.
Hoy Emiliano tiene dos años. Nuestra relación con Camila sigue siendo un trabajo diario; hay días buenos y días malos. A veces extraño mi antigua vida, pero luego veo a mi hijo dormir y sé que todo valió la pena.
Me pregunto: ¿alguna vez estamos realmente preparados para ser padres? ¿O la vida nos lanza al vacío para obligarnos a aprender a volar?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han sentido ese miedo o esa soledad al enfrentar algo tan grande como la paternidad?