Entre la traición y el perdón: La noche que cambió mi vida
—¿Así que sin tu propio hombre, te lanzas sobre el de otra? ¡Amiga, por favor! ¡Que no vuelvas a poner un pie en mi casa nunca más! —gritó Fernanda, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras me empujaba hacia la puerta.
Sentí el golpe seco de la puerta cerrándose tras de mí. El eco de sus palabras retumbaba en mi cabeza, como si cada sílaba fuera una piedra lanzada directo a mi pecho. Afuera, la noche de Ciudad del Este era húmeda y pesada; las luces de los autos apenas iluminaban las veredas rotas. Me quedé parada, temblando, sin saber si debía llorar o gritar. ¿Cómo había llegado a esto?
Todo comenzó hace apenas unas semanas. Yo, Mariana López, siempre fui la amiga leal, la que escuchaba los dramas de todos, la que prestaba el hombro para llorar. Fernanda y yo éramos inseparables desde la secundaria en el colegio San Martín. Compartíamos secretos, sueños y hasta el gusto por los mismos libros. Pero nunca imaginé que compartiríamos algo más… algo prohibido.
Esa noche, después del cumpleaños de Fernanda, todo cambió. Su novio, Alejandro, se ofreció a llevarme a casa porque ya era tarde y los taxis no pasaban por nuestro barrio a esa hora. En el auto, el silencio era incómodo. Alejandro no era un desconocido para mí; habíamos compartido muchas cenas y charlas en casa de Fernanda. Pero esa noche, su mirada era distinta.
—¿Estás bien? —me preguntó, notando que yo miraba por la ventana, evitando su rostro.
—Sí… solo estoy cansada —mentí.
Él suspiró y puso una mano sobre mi rodilla. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Quise apartarla, pero no lo hice. No sé si fue el alcohol, la soledad o esa necesidad absurda de sentirme deseada, pero no me moví. Alejandro se acercó más y antes de que pudiera reaccionar, sus labios estaban sobre los míos.
No fue amor. Fue un error. Un error que duró apenas unos minutos pero que destruyó años de amistad y confianza. Cuando llegué a casa esa noche, me sentí sucia y culpable. Quise llamar a Fernanda y confesarle todo, pero el miedo me paralizó.
Los días siguientes fueron un infierno. Alejandro me mandaba mensajes pidiéndome que no dijera nada. Yo evitaba a Fernanda, inventando excusas para no vernos. Pero en un barrio como el nuestro, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento, era cuestión de tiempo antes de que todo saliera a la luz.
Y así fue. Una tarde, mientras tomábamos tereré en su patio, Fernanda me miró fijamente y preguntó:
—¿Hay algo que quieras contarme?
Sentí que el mundo se detenía. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que ella podía escucharlo.
—No… ¿por qué lo dices? —respondí con voz temblorosa.
Ella sacó su celular y me mostró los mensajes de Alejandro. Mensajes que él le había enviado por error, confesando todo en un arranque de culpa o cobardía.
—¿Cómo pudiste? —susurró Fernanda, con la voz rota.
No supe qué decir. Solo lloré. Lloré como una niña perdida, sabiendo que nada de lo que dijera podría arreglar lo que había hecho.
La noticia corrió como pólvora por el barrio San Blas. Mi mamá dejó de hablarme por semanas; mi papá ni siquiera podía mirarme a los ojos. Mis hermanos me evitaban en la mesa. En la tienda donde trabajaba medio tiempo, las clientas murmuraban a mis espaldas: “Ahí va la roba maridos”.
Intenté pedirle perdón a Fernanda mil veces. Le escribí cartas, le mandé mensajes, fui a buscarla a su trabajo en el hospital regional. Pero ella solo me miraba con ese dolor profundo en los ojos y seguía caminando.
Una noche, desesperada por sentirme menos sola, fui al pequeño oratorio del barrio. Me arrodillé frente a la Virgen de Caacupé y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
—¿Por qué hice esto? —susurré—. ¿Por qué arruiné todo?
No hubo respuesta. Solo el silencio pesado de la madrugada y el zumbido lejano de las motos pasando por la avenida.
Pasaron los meses y aprendí a vivir con la culpa como una sombra pegada a mi espalda. Perdí amigos, perdí trabajos y hasta pensé en irme del país para empezar de cero. Pero algo dentro de mí me decía que huir no era la solución.
Un día cualquiera, mientras caminaba por el mercado municipal comprando frutas para mi mamá —quien poco a poco empezaba a hablarme otra vez— vi a Fernanda al otro lado del pasillo. Iba acompañada de su madre y parecía feliz. Por un segundo nuestras miradas se cruzaron. No hubo odio ni reproche; solo una tristeza infinita y resignación.
Esa noche escribí en mi diario:
“Quizás nunca recupere su amistad ni limpie mi nombre en este barrio. Pero tengo que aprender a perdonarme yo misma para poder seguir adelante.”
Ahora trabajo en una pequeña librería del centro y estudio psicología por las noches en la universidad pública. He conocido nuevas personas; algunas saben mi historia, otras no preguntan nada. Aprendí que todos cargamos con errores y secretos; algunos más pesados que otros.
A veces me pregunto si alguna vez podré volver a confiar en alguien o si alguien podrá confiar en mí. ¿Es posible reconstruir lo que uno mismo destruyó? ¿Ustedes creen que merezco una segunda oportunidad? ¿Alguna vez han sentido que un solo error les cambió toda la vida?