Entre cadenas y sueños: Mi vida como instrumento de mis padres

—¡No seas terco, Emiliano! ¡Haz lo que te decimos!— gritó mi madre desde la cocina, mientras el aroma a frijoles refritos se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Tenía apenas ocho años y ya sentía el peso de una vida que no era mía. Mi padre, Don Ernesto, un hombre de pocas palabras y mirada dura, solo asintió desde la cabecera de la mesa. Yo apretaba los puños bajo la mesa, deseando ser invisible.

Crecí en un barrio popular de Guadalajara, donde las paredes delgadas dejaban escapar los secretos familiares y las expectativas eran tan densas como el calor de mayo. Mi madre, Doña Lupita, siempre soñó con tener un hijo doctor. Mi padre quería un ingeniero. Yo solo quería dibujar. Pero cada vez que tomaba un lápiz y llenaba hojas con mundos imaginarios, mi madre me miraba con decepción.

—Eso no te va a dar de comer, Emiliano. ¿Qué va a decir la familia?— me decía mientras doblaba la ropa.

Así pasaron los años: yo, cumpliendo con las tareas que ellos elegían; ellos, celebrando mis logros que no sentía míos. En la secundaria, cuando gané un concurso de dibujo, mi padre ni siquiera fue a la premiación. «Eso no sirve para nada», murmuró cuando le mostré el diploma.

En la prepa, conocí a Mariana. Ella era todo lo que yo no me atrevía a ser: libre, rebelde, sin miedo a decepcionar a nadie. Una tarde, sentados en la plaza del barrio mientras comíamos elotes, le confesé mi sueño de estudiar artes plásticas.

—¿Y por qué no lo haces?— preguntó ella, mirándome directo a los ojos.

—Porque mis papás nunca lo aceptarían. No quiero ser una decepción.

Mariana suspiró y me tomó la mano. —¿Y tú cuándo vas a empezar a vivir para ti?

Esa pregunta me persiguió durante años. Entré a la universidad para estudiar ingeniería civil, como quería mi padre. Cada semestre era una batalla interna: aprobaba materias que odiaba y veía cómo mis dibujos se llenaban de polvo en un cajón. Mariana se fue a Ciudad de México a estudiar cine; yo me quedé atrapado en una vida prestada.

Las discusiones en casa se volvieron rutina. Cuando reprobé una materia por primera vez, mi padre me gritó:

—¡Eres un inútil! ¡Ni siquiera puedes hacer bien lo que te pedimos!

Mi madre lloró toda la noche. Yo sentí que me ahogaba en culpa y rabia.

A los veinticinco años, terminé la carrera por inercia. Conseguí un trabajo en una constructora donde cada día era igual al anterior: planos grises, compañeros indiferentes y un jefe que solo hablaba de dinero. En las noches, dibujaba en secreto. A veces pensaba en Mariana y en cómo sería mi vida si hubiera tenido su valor.

Un día, mi hermana menor, Sofía, llegó llorando a casa. Quería estudiar música, pero mis padres le dijeron que eso era para vagos. Vi en sus ojos el mismo miedo que yo sentí toda mi vida. Esa noche, mientras cenábamos en silencio, Sofía rompió a llorar.

—¿Por qué nunca podemos ser quienes queremos?— sollozó.

Mi madre intentó consolarla; mi padre solo bufó y se fue al cuarto. Yo sentí una rabia nueva, una necesidad urgente de romper el ciclo.

Esa madrugada no pude dormir. Me levanté y busqué mis dibujos viejos. Los miré uno por uno: paisajes inventados, retratos de gente que nunca existió… pero todos tenían algo mío. De pronto entendí que había vivido casi treinta años como un fantasma en mi propia vida.

Al día siguiente, enfrenté a mis padres en la cocina:

—Ya no puedo más. No quiero seguir viviendo una vida que no es mía. Quiero ser artista.

Mi madre se llevó las manos al pecho como si le hubiera dado un infarto.

—¿Cómo puedes hacernos esto después de todo lo que sacrificamos?

Mi padre me miró con desprecio:

—Eres un egoísta. Aquí nadie vive de sueños.

Por primera vez no sentí miedo ni culpa. Solo tristeza por ellos… y por mí mismo.

Tomé mis cosas y me fui a vivir con un amigo. Los primeros meses fueron duros: trabajos mal pagados, departamentos pequeños y dudas constantes. Pero cada vez que vendía un dibujo o alguien admiraba mi arte en una exposición local, sentía que recuperaba un pedazo de mí mismo.

Sofía empezó a tomar clases de guitarra a escondidas. A veces nos reuníamos en mi departamento y tocábamos juntos; ella con su guitarra y yo dibujando su música en papel.

Hoy cumplo treinta años. Mis padres siguen sin entenderme del todo, pero ya no espero su aprobación. He aprendido que vivir para otros es morir en vida.

A veces me pregunto: ¿cuántos más viven atrapados en sueños ajenos? ¿Cuándo vamos a atrevernos a romper las cadenas y ser quienes realmente somos?