La Última Petición de Doña Elizabeth: Un Límite Insoportable
—No quiero que vendan la casa —dijo doña Elizabeth, su voz temblando entre el orgullo y el miedo, mientras apretaba la taza de café con las dos manos. La miré desde la cocina, sintiendo cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable. Isaac, mi esposo, evitó mi mirada. Sabía que esa conversación era inevitable, pero no estaba lista para enfrentarla.
Mi nombre es Mariana, y desde que me casé con Isaac hace tres años, soñaba con una vida tranquila en nuestro pequeño departamento de la colonia Narvarte, en Ciudad de México. Pero la vida rara vez respeta los planes. Cuando el papá de Isaac murió, doña Elizabeth se quedó sola en esa enorme casa de Coyoacán, incapaz de mantenerla. La humedad subía por las paredes y los recuerdos pesaban más que los muebles antiguos. Isaac insistió en que la trajéramos a vivir con nosotros «por un tiempo». Yo acepté, aunque algo en mi interior me decía que ese tiempo sería eterno.
La convivencia fue difícil desde el principio. Doña Elizabeth tenía opiniones sobre todo: cómo debía cocinarse el arroz, cómo debía tenderse la ropa, incluso cómo debía hablarle yo a su hijo. «Isaac siempre ha sido muy sensible», decía, como si yo no lo supiera ya. Pero lo peor era el silencio entre ellos. Un silencio lleno de reproches no dichos y heridas viejas.
Una tarde lluviosa, después de semanas de discusiones sobre qué hacer con la casa, Isaac y yo tomamos la decisión: venderíamos la casa y buscaríamos un departamento más grande para los tres. Era lo más lógico. Pero esa noche, mientras cenábamos en silencio, doña Elizabeth soltó su última petición:
—Quiero que mi cuarto en la nueva casa sea exactamente igual al que tenía en Coyoacán. Quiero mis muebles, mis cortinas, hasta el mismo color en las paredes. Y quiero que Mariana me ayude a recrearlo.
Me quedé helada. No era solo una petición material; era una exigencia emocional. Quería arrastrar su pasado a nuestro presente, sin importar lo que eso significara para nosotros. Isaac bajó la cabeza y murmuró:
—Mamá…
Pero ella lo interrumpió:
—Es lo único que pido. Ya perdí a tu padre, ya perdí mi casa… ¿también voy a perder mi espacio? Mariana, ¿tú me entiendes?
Sentí una mezcla de compasión y rabia. ¿Por qué tenía que ser yo quien cargara con ese peso? ¿Por qué siempre las mujeres debemos ceder?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Doña Elizabeth no dejaba de hablar del color exacto de las paredes —»es un verde musgo especial, Mariana, no cualquier verde»— ni del lugar preciso donde debía ir cada retrato familiar. Yo recorría tiendas de pintura y mercados de antigüedades buscando cortinas parecidas a las suyas. Isaac se encerraba en el trabajo para evitar el conflicto.
Una noche, mientras pintaba por tercera vez una pared que nunca quedaba del tono correcto, sentí que algo dentro de mí se rompía. Lloré en silencio, con las manos manchadas de verde musgo y el corazón hecho trizas.
Al día siguiente enfrenté a Isaac:
—No puedo más. Esto no es vida para ninguno de nosotros. Tu mamá no quiere una casa nueva; quiere vivir en el pasado. Y tú… tú solo huyes.
Isaac me miró con ojos cansados:
—No sé qué hacer, Mariana. Siempre fue así conmigo… nunca pude darle gusto.
—¿Y ahora esperas que yo lo haga? —le pregunté, con la voz quebrada.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Al amanecer, doña Elizabeth entró a nuestra habitación sin tocar la puerta —como si aún fuera su casa— y me encontró llorando.
—¿Por qué lloras? —preguntó, sin suavidad.
—Porque siento que estoy perdiendo mi hogar —le respondí—. Porque siento que nunca voy a ser suficiente para ti ni para Isaac.
Por primera vez vi un destello de vulnerabilidad en sus ojos. Se sentó a mi lado y suspiró:
—Cuando tu suegro murió, sentí que el mundo se me venía abajo. Todo lo que conocía desapareció… Y ahora ustedes son lo único que me queda. No sé cómo pedir ayuda sin parecer una carga.
Me quedé callada. ¿Cómo decirle que su dolor también nos estaba ahogando?
Los días pasaron y la mudanza llegó. El nuevo departamento era amplio pero frío; las cajas apiladas parecían tumbas de una vida anterior. Cumplí su deseo: pinté su cuarto de verde musgo, colgué sus retratos y coloqué sus muebles como ella quería. Pero nada era igual.
Una tarde escuché a doña Elizabeth llorar en su cuarto perfecto. Entré sin avisar y la vi abrazada a una foto de su esposo.
—No era el cuarto lo que extrañaba —me dijo entre sollozos—. Era sentirme segura otra vez.
Me senté junto a ella y lloramos juntas por todo lo perdido: casas, padres, sueños…
Isaac entró después y nos encontró así: dos mujeres unidas por el dolor y la nostalgia.
Esa noche cenamos juntos por primera vez en meses sin reproches ni silencios incómodos. Hablamos del futuro, de buscar ayuda profesional para sanar las heridas familiares, de aprender a convivir sin arrastrar fantasmas.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas veces confundimos el amor con sacrificio? ¿Cuántas veces dejamos que el pasado dicte nuestro presente? ¿Ustedes también han sentido ese peso en sus familias?