La casa que nunca fue: Entre sueños y silencios familiares

—¿Y para qué quieren una casa tan grande si apenas pueden con la renta?— La voz de doña Teresa retumbó en la sala, mientras yo apretaba la mano de Julián bajo la mesa. El olor a café de olla y pan dulce no lograba suavizar el ambiente tenso en la casa de sus padres, en Coyoacán.

No era la primera vez que nos sentábamos frente a ellos con la esperanza de un poco de apoyo. Julián y yo llevábamos años ahorrando, saltando de departamento en departamento, soñando con un espacio propio donde nuestra hija Camila pudiera crecer sin escuchar los gritos de los vecinos o sentir el frío del piso sin alfombra. Pero cada vez que tocábamos el tema del enganche para una casa, la respuesta era la misma: evasivas, miradas incómodas, y esa frase que me perseguía: “Cada quien debe hacerse responsable de lo suyo.”

Julián venía de una familia acomodada. Su papá, don Ernesto, tenía una cadena de ferreterías por todo el sur de la ciudad. Su mamá, Teresa, organizaba cenas benéficas y viajaba a Miami cada diciembre. Yo, en cambio, crecí en Iztapalapa, hija de una costurera y un chofer de microbús. Mi mundo era otro. Cuando conocí a Julián en la universidad pública, pensé que el amor podía con todo. Pero el dinero… el dinero siempre encuentra la forma de colarse entre las grietas.

—Mamá, sólo estamos pidiendo un préstamo. Se los devolveríamos en cuanto podamos— insistió Julián aquella tarde, su voz temblando entre la rabia y la vergüenza.

—No es cuestión de dinero, hijo. Es cuestión de principios. Si les damos todo fácil, nunca aprenderán a luchar por lo suyo— respondió don Ernesto, sin levantar la vista del periódico.

Sentí cómo me ardían los ojos. No era orgullo lo que pedía; era oportunidad. ¿Acaso no veían lo duro que trabajábamos? Yo daba clases en dos secundarias y Julián se partía el lomo en una agencia de publicidad donde lo explotaban sin compasión. Aun así, cada quincena parecía evaporarse entre colegiaturas, despensa y el pasaje del metro.

Esa noche, al regresar a nuestro pequeño departamento en Narvarte, Julián se encerró en el baño. Escuché cómo golpeaba la pared con el puño. Me senté junto a Camila en su colchón inflable y le acaricié el cabello hasta que se quedó dormida.

—¿Por qué no nos quieren ayudar?— preguntó ella al día siguiente mientras desayunábamos pan duro con café soluble.

—No es que no nos quieran ayudar, mi amor. A veces las personas tienen miedo de dar demasiado— le mentí, tragándome las lágrimas.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios incómodos y llamadas perdidas. Mi mamá me decía que no me humillara más, que mejor buscáramos un crédito Infonavit aunque fuera para un departamentito lejos del centro. Pero yo sentía rabia. ¿Por qué para algunos todo era tan fácil? ¿Por qué los padres de Julián preferían donar dinero a desconocidos antes que tendernos la mano?

Un domingo cualquiera, mientras lavaba ropa en el lavadero comunal del edificio, escuché a las vecinas hablar sobre nosotros.

—Dicen que el esposo de Mariana tiene familia rica pero ni así salen del hoyo…

Me hervía la sangre. ¿Acaso nadie entendía lo difícil que era salir adelante cuando todo está diseñado para que te estanques?

Esa noche enfrenté a Julián:

—¿Por qué no les dices lo que realmente sientes? ¿Por qué siempre te quedas callado?

Él me miró con los ojos rojos:

—Porque me da vergüenza. Porque siento que nunca voy a ser suficiente para ellos… ni para ti.

Me dolió escucharlo. Me dolió más saber que yo también sentía lo mismo.

Pasaron los meses y decidimos dejar de pedir ayuda. Conseguimos un crédito modesto para un departamento pequeño en Tláhuac. No era lo que soñábamos, pero era nuestro. Pintamos las paredes juntos, colgamos cortinas baratas y celebramos la primera Navidad con una cena sencilla pero llena de risas.

Un día, doña Teresa vino a visitarnos por sorpresa. Miró alrededor con desdén disimulado y preguntó:

—¿Y están contentos aquí?

Julián le respondió con una sonrisa cansada:

—Sí, mamá. Aquí somos felices porque todo lo hemos hecho nosotros.

Ella asintió en silencio y se fue temprano esa tarde. Nunca supe si sintió orgullo o lástima.

A veces pienso en todo lo que pudo haber sido diferente si hubiéramos tenido ese empujón inicial. Pero también sé que este hogar, aunque pequeño y lejos del centro, está construido sobre algo más fuerte que el dinero: nuestra terquedad y nuestro amor.

Ahora veo a Camila jugar en el patio común con otros niños y me pregunto si algún día entenderá por qué sus abuelos nunca quisieron ayudarnos. ¿Será capaz de perdonarles? ¿O crecerá con esa misma herida que yo cargo?

¿Ustedes qué harían? ¿Buscarían reconciliarse o seguirían adelante sin mirar atrás? A veces me pregunto si vale la pena seguir esperando algo de quienes nunca han sabido darlo.