No vengas a mi boda, papá: una historia de sacrificio y desencuentro

—Papá, por favor, no vengas a mi boda. No quiero que te sientas incómodo… allí solo habrá gente rica.

Sentí como si el mundo se detuviera. La voz de Camila, mi hija, temblaba al otro lado del teléfono, pero sus palabras eran claras, cortantes como un machete en la caña. Me quedé mudo, con el auricular apretado entre los dedos callosos, esos mismos dedos que durante años trabajaron la tierra y arreglaron motores para que a ella nunca le faltara nada.

¿En qué momento se me escapó la vida? ¿Cuándo mi niña dejó de mirarme con esos ojos grandes llenos de admiración y empezó a avergonzarse de mí?

Mi nombre es Ernesto Ramírez. Vivo en las afueras de Medellín, en una casita humilde que levanté con mis propias manos cuando mi esposa, Lucía, aún vivía. Ella murió joven, un infarto fulminante cuando Camila tenía apenas seis años. Desde entonces, fui madre y padre. Dejé de lado mis sueños, mis ganas de volver a estudiar o de buscar una vida mejor para mí. Todo era para Camila: el uniforme limpio, los cuadernos nuevos, los zapatos aunque fueran de segunda. Trabajé en lo que fuera: albañil, mecánico, hasta vendí arepas en la esquina para pagarle el colegio.

Recuerdo una noche en la que Camila tenía fiebre. No tenía dinero para el médico privado, así que caminé con ella en brazos hasta el hospital público. Lloraba y me suplicaba que no la dejara sola. Esa noche le prometí que nunca le faltaría nada, que haría lo imposible para verla feliz.

Y así fue. Camila era brillante. Sacaba las mejores notas y ganó una beca para estudiar Derecho en la Universidad de Antioquia. Yo me sentía el hombre más orgulloso del mundo cuando la veía con su toga y birrete el día de su graduación. Pensé que todo había valido la pena.

Pero la universidad la cambió. Empezó a juntarse con gente diferente: hijos de empresarios, políticos, muchachos que hablaban de viajes a Europa y carros último modelo. Yo seguía siendo el mismo Ernesto, con mis camisas gastadas y mis botas llenas de barro.

—Papá, ¿por qué no te compras ropa nueva? —me preguntaba a veces—. Así te verías más… presentable.

No entendía por qué lo decía. Yo pensaba que lo importante era estar limpio y ser honesto. Pero para ella, poco a poco, eso dejó de ser suficiente.

Cuando conoció a Sebastián, su novio, supe que las cosas iban a cambiar aún más. Sebastián era hijo de un empresario textil muy conocido en Medellín. La primera vez que fui invitado a cenar a su casa, sentí todas las miradas sobre mí: mi acento campesino, mis manos ásperas, mi forma de comer. Nadie me habló mucho esa noche.

Después de eso, Camila empezó a visitarme menos. Me llamaba cada vez menos también. Yo trataba de entenderla; pensaba que estaba ocupada con su trabajo en un bufete importante del centro. Pero en el fondo sabía que había algo más.

Hasta que llegó esa llamada.

—Papá… —su voz era apenas un susurro—. No quiero que te sientas mal en la boda. Sebastián y su familia… bueno, ya sabes cómo son. No quiero que se burlen de ti o te hagan sentir menos.

—¿Y tú? —le pregunté con un nudo en la garganta—. ¿Tú también piensas así?

Hubo un silencio largo. Sentí cómo se me partía el alma.

—No es eso… es solo que quiero que todo salga perfecto —dijo al fin—. Por favor, entiéndeme.

Colgué sin decir nada más. Me senté en la cama y lloré como no lo hacía desde que Lucía murió.

Esa noche no dormí. Recordé cada sacrificio, cada noche sin cenar para que ella pudiera comer bien, cada vez que me humillé ante un patrón para pedir un adelanto y pagarle el colegio. ¿De qué sirvió todo eso si ahora mi propia hija se avergonzaba de mí?

Al día siguiente fui al taller como siempre. Mis compañeros notaron que estaba raro.

—¿Qué pasa, Ernesto? —me preguntó Don Julián.

—Nada… cosas de familia —respondí, tratando de sonreír.

Pero por dentro sentía rabia y tristeza. Pensé en ir a la boda igual, presentarme aunque fuera sin invitación. Pero luego imaginé las miradas, los cuchicheos… y me dio miedo.

El día de la boda llegó y yo me quedé en casa. Escuché los cohetes a lo lejos y vi pasar los carros lujosos por la carretera polvorienta frente a mi casa. Me senté en el porche con una botella de aguardiente barato y una foto vieja de Camila en brazos de Lucía.

De repente escuché pasos en el jardín. Era Doña Rosa, mi vecina.

—¿No fuiste a la boda? —me preguntó con delicadeza.

Negué con la cabeza.

—Los hijos a veces se olvidan de dónde vienen —dijo ella—. Pero uno nunca deja de quererlos.

Me quedé pensando en sus palabras mientras el sol caía sobre las montañas.

Esa noche Camila no llamó. Ni al día siguiente tampoco.

Pasaron semanas antes de volver a saber de ella. Un día apareció en la puerta, vestida elegante pero con los ojos hinchados de tanto llorar.

—Papá… —dijo apenas—. Perdóname.

No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y lloramos juntos mucho rato.

Hoy Camila vive lejos, en Bogotá. Nos hablamos poco pero cuando lo hacemos trato de no juzgarla ni reclamarle nada. Sé que el mundo allá afuera es duro y que uno a veces toma decisiones equivocadas por miedo o vergüenza.

Pero todavía me pregunto: ¿vale la pena sacrificarlo todo por los hijos si al final pueden olvidarse de uno? ¿O será que uno debe aprender a quererse también a sí mismo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?