El corazón de una madre contra el destino: la historia de Mariana, las gemelas y la lucha por la vida
—¡No puedes hacer eso, Mariana! —gritó mi madre, con los ojos llenos de lágrimas y rabia—. ¡Una madre siempre se sacrifica por sus hijos!
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. El olor a café frío y tortillas quemadas llenaba la cocina, pero yo apenas podía respirar. Mis manos temblaban sobre la mesa de plástico azul, mientras mi padre me miraba en silencio, con esa mezcla de decepción y miedo que nunca supe descifrar. Afuera, los perros ladraban y el sol caía a plomo sobre las láminas del techo.
Mi nombre es Mariana Ríos, tengo 28 años y vivo en un barrio popular de Iztapalapa, Ciudad de México. Esta es la historia de cómo el destino me puso contra la pared, obligándome a elegir entre mi vida y la de mis hijas gemelas.
Todo empezó una tarde de marzo, cuando el doctor Hernández me miró con seriedad desde su escritorio en el hospital público. —Mariana, tu embarazo es de alto riesgo. Las gemelas están creciendo bien, pero tu corazón está muy débil. Si sigues adelante, podrías morir… o podrían morir todas.
Sentí que me arrancaban el alma. ¿Cómo se supone que una madre debe decidir algo así? Salí del consultorio con la receta en la mano y las piernas flacas de miedo. Afuera, mi esposo, Julián, esperaba sentado en una banca, con la cara hundida entre las manos.
—¿Qué te dijo? —preguntó sin mirarme.
—Que… que si sigo con el embarazo, puedo morirme —le respondí apenas en un susurro.
Julián no dijo nada. Solo apretó los puños y miró al cielo gris. Sabía que no teníamos dinero para hospitales privados ni para tratamientos caros. Apenas alcanzaba para comer y pagar la renta del cuarto donde vivíamos con nuestros dos hijos pequeños.
Esa noche no dormí. Escuchaba los ronquidos de Julián y el zumbido de los mosquitos mientras sentía las pataditas suaves de las gemelas en mi vientre. Lloré en silencio, pensando en mis hijos, en mis padres, en lo injusto que era todo.
Al día siguiente, mi madre vino a verme. Apenas le conté lo que pasaba, explotó:
—¡No puedes pensar solo en ti! ¡Esas niñas te necesitan! ¿Qué clase de madre eres?
—¡Mamá! —le grité entre lágrimas—. ¡Tengo otros dos hijos! Si me muero… ¿quién los va a cuidar? ¿Tú? ¿Papá?
Mi padre bajó la mirada. Mi madre se quedó callada un momento y luego salió dando un portazo. Sentí que me quedaba sola en el mundo.
Los días pasaron entre consultas médicas y discusiones familiares. Todos opinaban: mi suegra decía que Dios decidiría; mi hermana menor me acusaba de egoísta; mis amigas del barrio me abrazaban sin saber qué decir. Cada vez que iba al hospital, veía a otras mujeres como yo: cansadas, asustadas, solas.
Una tarde, mientras esperaba turno en el hospital, conocí a Lucía, una mujer salvadoreña que había cruzado la frontera con su hija pequeña. Me contó su historia mientras nos pasábamos un termo de café barato:
—A veces uno tiene que elegir lo menos malo, Mariana. Yo dejé a mi mamá enferma en El Salvador para buscarle futuro a mi hija aquí… y todavía me duele cada noche.
Sus palabras me acompañaron días enteros. ¿Era menos mala si elegía vivir para cuidar a mis otros hijos? ¿O era peor si arriesgaba todo por las gemelas?
Julián empezó a beber más. Llegaba tarde y evitaba hablar del tema. Una noche llegó borracho y gritó:
—¡Haz lo que quieras! ¡Yo ya no puedo más!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida sobre las baldosas frías.
El embarazo avanzaba y mi salud empeoraba. Me faltaba el aire al subir las escaleras; me desmayé dos veces en la fila del mercado. El doctor Hernández fue claro:
—Mariana, tienes que decidir pronto. Si interrumpimos el embarazo ahora, tienes buenas posibilidades de recuperarte… pero las niñas no sobrevivirán.
Esa noche soñé con mis hijas: dos niñas idénticas corriendo por un campo de flores, riendo y llamándome «mamá». Desperté empapada en sudor y con el corazón hecho trizas.
Un domingo por la tarde reuní a toda la familia en la sala pequeña de mi casa. Les hablé con la voz quebrada:
—He decidido interrumpir el embarazo… No quiero morir y dejar huérfanos a mis hijos.
Mi madre lloró como nunca antes la había visto. Mi padre me abrazó por primera vez en años. Julián solo asintió con los ojos rojos.
La noticia corrió rápido por el barrio. Algunas vecinas dejaron de saludarme; otras me trajeron comida caliente en silencio. Sentí el peso del juicio social sobre mis hombros: «la madre que no quiso luchar por sus hijas».
El día del procedimiento fue gris y lluvioso. Caminé al hospital bajo un paraguas prestado, sintiendo cada gota como una herida nueva. En la sala de espera vi a Lucía otra vez; me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Nadie puede juzgarte, Mariana. Solo tú sabes lo que llevas dentro.
Después del procedimiento sentí un vacío inmenso. Lloré durante semanas; soñaba con las gemelas cada noche. Mis hijos pequeños me abrazaban sin entender por qué mamá ya no sonreía igual.
Con el tiempo aprendí a vivir con la culpa y el dolor. Mi madre nunca volvió a hablarme del tema; Julián dejó de beber poco a poco; mis hijos crecieron sanos y fuertes. Pero yo nunca volví a ser la misma.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta. ¿Qué habrían sido mis hijas? ¿Qué habría sido yo si hubiera muerto?
¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre? ¿Quién tiene derecho a juzgar nuestras decisiones cuando el destino nos arrincona así?