Perdida en la Sombra del Amor: La Historia de Mariana

—¿Por qué no contestaste mi mensaje, Mariana? —la voz de Julián retumbó en la cocina, tan fría como el café olvidado sobre la mesa.

No supe qué responder. El celular estaba en silencio, pero eso ya no importaba. Nada importaba desde hacía meses, desde que me casé con él y la casa de mis padres en San Luis Potosí quedó atrás, junto con mi risa y mi libertad.

Mi mamá solía decir que el amor era como el agua: si no fluye, se estanca y apesta. Yo no entendí esas palabras hasta que sentí el peso de la mirada de Julián cada vez que salía al mercado o cuando hablaba por teléfono con mi hermana Lucía. Al principio, pensé que era celos, una muestra de amor. Pero pronto se volvió una jaula invisible.

—No quiero que hables tanto con tu familia —me dijo una tarde, mientras yo lavaba los platos—. Ellos no entienden nuestra relación.

Me mordí los labios. ¿Cómo explicarle a mi mamá que ya no podía visitarla los domingos? ¿Cómo decirle a Lucía que no podía ir a su boda porque Julián tenía «planes» conmigo? Cada vez que intentaba rebelarme, él me miraba con esos ojos oscuros y me recordaba lo mucho que me amaba, lo mucho que hacía por mí.

—¿No ves que todo esto es por tu bien? —me repetía—. Nadie te va a querer como yo.

Al principio, mis padres pensaron que estaba ocupada, que la vida de casada era así. Pero después de un año sin verlos, mi mamá vino a buscarme. Recuerdo su cara al verme abrir la puerta: ojeras, cabello sin brillo, una sombra de mí misma.

—Mariana, ¿qué te pasa? —me susurró mientras Julián fingía una sonrisa detrás de ella.

—Nada, mamá. Estoy bien —mentí, sintiendo un nudo en la garganta.

Esa noche lloré en silencio, abrazada a la almohada. Me pregunté en qué momento dejé de ser yo. ¿Fue cuando acepté dejar mi trabajo en la biblioteca? ¿O cuando permití que Julián revisara mis mensajes? ¿Cuándo fue que mi voz se volvió tan pequeña?

La rutina se volvió asfixiante. Me levantaba temprano para preparar el desayuno, limpiaba la casa, cocinaba lo que a él le gustaba. Si algo no estaba perfecto, Julián fruncía el ceño y me ignoraba durante horas. A veces, lanzaba palabras como cuchillos:

—Eres una inútil, Mariana. Sin mí no eres nada.

Una tarde, mientras barría el patio, escuché a los niños del vecino reírse y jugar fútbol. Sentí una punzada de nostalgia por mi infancia en el barrio, por las tardes en las que mi papá me enseñaba a andar en bicicleta y mi mamá preparaba enchiladas verdes para todos. Quise correr a su casa, abrazarlos y pedirles perdón por alejarme tanto.

Pero el miedo era más fuerte. Miedo a Julián, miedo a estar sola, miedo a enfrentarme a mí misma.

Un día, Lucía me llamó llorando:

—¿Por qué no viniste a mi boda? Te necesitaba, Mariana.

No supe qué decirle. Sentí tanta vergüenza y rabia conmigo misma que colgué el teléfono y rompí a llorar. Esa noche, Julián llegó borracho y me gritó por horas. Me tapé los oídos y recé en silencio para que todo terminara.

Al día siguiente, mi mamá me mandó un mensaje: «Hija, aquí estamos para ti. No tienes que quedarte donde no eres feliz».

Leí ese mensaje mil veces. ¿De verdad podía irme? ¿Tenía derecho a buscarme otra vez?

Pasaron semanas antes de atreverme a hablar con Julián:

—Quiero ver a mi familia —le dije temblando.

Él se rió con desprecio:

—¿Para qué? Ellos no te quieren como yo.

Esa noche dormí en el sofá. Soñé con mi infancia, con las risas de Lucía y los abrazos de mi mamá. Al despertar, sentí una fuerza nueva dentro de mí. No podía seguir así.

Esperé a que Julián saliera al trabajo y empaqué una mochila con lo poco que tenía: una foto de mis padres, mi cuaderno de poemas y algo de ropa. Caminé hasta la terminal de autobuses y compré un boleto a San Luis Potosí con las manos temblorosas.

Al llegar a casa de mis padres, mi mamá me abrazó tan fuerte que sentí cómo se desmoronaban las paredes dentro de mí. Lloramos juntas durante horas. Mi papá me miró con lágrimas en los ojos y me dijo:

—Nunca es tarde para volver a empezar, hija.

Los primeros días fueron difíciles. Me sentía culpable por haber permitido tanto dolor, por haberme alejado de quienes más me amaban. Pero poco a poco fui recuperando mi voz: volví a leer mis libros favoritos, salí al parque con Lucía y hasta ayudé a mi mamá en su puesto del mercado.

Julián me llamó muchas veces. Al principio contesté sus llamadas llenas de promesas vacías y amenazas veladas. Pero un día simplemente apagué el teléfono y decidí no mirar atrás.

Hoy sigo reconstruyéndome. A veces tengo miedo de volver a perderme en la sombra de alguien más, pero ahora sé que valgo por mí misma. Mi familia sigue aquí, recordándome quién soy realmente.

Me pregunto cuántas mujeres viven atrapadas en relaciones así, callando su dolor por miedo o vergüenza. ¿Cuántas Marianitas hay allá afuera esperando una señal para volver a empezar? ¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez perdida en la sombra del amor?