El Nuevo Vecino: Entre la Desconfianza y la Esperanza en el Campo
—¡No quiero verlo ni en pintura, mamá! —grité, mientras cerraba de golpe la puerta de la cocina. Afuera, el sol del mediodía caía a plomo sobre los surcos recién arados y el olor a tierra mojada se mezclaba con la tensión que se respiraba en casa. Mi madre, doña Lucía, se secó las manos en el delantal y me miró con esos ojos que todo lo ven.
—No podemos vivir con miedo, hija. Este campo es nuestro desde antes que tú nacieras —me respondió, pero su voz temblaba, como si no creyera ni una palabra de lo que decía.
Todo empezó hace tres meses, cuando la vieja casona de al lado, esa que llevaba años vacía y cubierta de maleza, fue comprada por un hombre que nadie conocía. Decían en el pueblo que venía de lejos, de algún lugar perdido en el Chaco. Se presentó como Don Ramiro, un tipo alto, de bigote grueso y sonrisa fácil, pero con una mirada que no terminaba de convencer a nadie.
La primera vez que lo vi fue una tarde de abril. Yo estaba regando los tomates cuando lo escuché silbar una zamba detrás del alambrado. Me saludó con la mano y me ofreció un mate, pero algo en su forma de mirar me puso la piel de gallina. Desde entonces, empecé a notar cosas raras: las gallinas desaparecían, los perros ladraban toda la noche y hasta los niños del pueblo decían que lo habían visto merodeando por los corrales ajenos.
Una noche, mientras cenábamos, mi hermano menor, Julián, llegó corriendo y casi sin aliento:
—¡Mamá! ¡Vi a Don Ramiro llevándose una bolsa del galpón de los González!
Mi madre se levantó de un salto. —¿Estás seguro, Julián? No podemos acusar sin pruebas.
Pero Julián insistió. —Lo vi con mis propios ojos. Y no era la primera vez.
El rumor corrió como pólvora por el pueblo. En la panadería, en la iglesia, en la plaza: todos hablaban del nuevo vecino y sus supuestos robos. Pero nadie se atrevía a enfrentarlo. Decían que tenía amigos peligrosos y que mejor era no meterse con él.
Una tarde, mientras ayudaba a mi padre a reparar la cerca, Don Ramiro apareció del otro lado del alambrado. Se apoyó en un poste y nos miró fijo.
—¿Algún problema con mi terreno? —preguntó, con voz grave.
Mi padre tragó saliva y negó con la cabeza. —Ningún problema, Don Ramiro. Solo arreglamos lo nuestro.
—Mejor así —dijo él, y se fue silbando bajito.
Esa noche no pude dormir. Sentía que algo malo iba a pasar. Y pasó. A la mañana siguiente, encontramos el gallinero abierto y vacío. Mi madre lloraba de rabia mientras mi padre apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Esto no puede seguir así —dijo él—. Si nadie hace nada, nos va a robar hasta el alma.
Fue entonces cuando decidimos reunirnos con los vecinos. En la casa de los González, entre mates amargos y miradas nerviosas, discutimos qué hacer.
—No podemos ir a la policía sin pruebas —dijo Don Ernesto—. Nos van a tomar por locos.
—¿Y si le ponemos una trampa? —sugirió mi tía Rosa—. Algo para agarrarlo con las manos en la masa.
La idea prendió como fuego en pastizal seco. Esa misma noche, escondimos una cámara vieja entre los arbustos cerca del gallinero y dejamos algunas cosas valiosas a la vista como carnada.
Pasaron dos noches sin novedades. Pero la tercera noche escuché ruidos afuera. Me asomé por la ventana y vi una sombra moviéndose sigilosa entre los árboles. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a explotar.
Al día siguiente revisamos la cámara. Ahí estaba: Don Ramiro, con una linterna en la boca y una bolsa al hombro, entrando a nuestro terreno.
Fuimos todos juntos a encararlo. Él nos recibió en su patio con una sonrisa burlona.
—¿Qué pasa, vecinos? ¿Perdieron algo?
Mi padre le mostró las fotos sin decir palabra. Por primera vez vi miedo en los ojos de Don Ramiro.
—Esto… esto no prueba nada —balbuceó—. Yo solo estaba buscando a mi perro.
Pero ya nadie le creía. Llamamos a la policía del pueblo y entregamos las pruebas. Lo detuvieron esa misma tarde. El pueblo entero salió a mirar cómo se lo llevaban en la patrulla; algunos aplaudían, otros solo miraban en silencio.
Esa noche cenamos juntos como hacía tiempo no lo hacíamos. Mi madre lloró otra vez, pero esta vez de alivio.
—Nunca pensé que tendríamos que luchar así por lo nuestro —me dijo—. Pero valió la pena.
Ahora el campo volvió a ser tranquilo, pero yo ya no soy la misma. Aprendí que incluso en el lugar más pacífico pueden esconderse peligros y que a veces hay que enfrentarlos aunque dé miedo.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces callamos por miedo? ¿Cuántas injusticias dejamos pasar para evitar problemas? ¿Y si todos nos animáramos a decir basta?