Cuando el vecindario se vuelve una carga: Historia de límites y una amistad perdida
—Ivana, ¿me podés cuidar a Tomi otra vez?— escuché la voz de Emilia a través de la puerta, tan apurada como siempre, mientras yo intentaba que Sofi terminara su tarea. Era la tercera vez esa semana. Sentí el nudo en el estómago, ese que aparece cuando querés decir que no pero la palabra se te queda atascada en la garganta.
No sé cuándo empezó a pesarme tanto. Al principio, compartir la maternidad con Emilia fue un alivio. Nos conocimos en la plaza del barrio, las dos con bebés recién nacidos y ojeras hasta el piso. Nos reíamos de los pañales explosivos y las noches sin dormir. Ella traía facturas, yo ponía el mate. Nuestras hijas aprendieron a caminar juntas, y hasta nuestros maridos se hicieron amigos. Éramos como una familia extendida.
Pero después de la pandemia, todo cambió. Emilia volvió a trabajar presencial y empezó a pedirme favores cada vez más seguido. «Solo por hoy», decía. «Te juro que mañana te invito a merendar.» Pero el mañana nunca llegaba. Tomi se quedaba en casa horas y horas, y yo sentía que mi casa ya no era mía. Sofi empezó a quejarse: «Mamá, ¿por qué siempre está Tomi acá? Yo quiero jugar sola». Mi marido, Martín, me miraba con esa mezcla de paciencia y fastidio: «Ivana, tenés que ponerle un límite. No sos guardería».
Una tarde, mientras Tomi lloraba porque quería ver a su mamá y Sofi le gritaba que no tocara sus juguetes, sentí que iba a explotar. Llamé a Emilia por WhatsApp: «¿Podés venir a buscar a Tomi? Está cansado y yo también». Me clavó el visto. Dos horas después apareció, con cara de cansancio pero sin una palabra de agradecimiento.
Esa noche discutí con Martín. «¿Por qué no le decís lo que sentís?», me preguntó. «Porque me da culpa», le respondí bajito. «Ella no tiene a nadie más. Su mamá vive en Córdoba, el papá de Tomi casi ni aparece… ¿Qué va a hacer si no la ayudo?» Martín suspiró: «¿Y vos? ¿Quién te cuida a vos?»
Empecé a evitarla. Cerraba las cortinas cuando escuchaba su voz en el pasillo. Fingía estar ocupada cuando tocaba el timbre. Pero un sábado por la mañana, mientras barría la vereda, Emilia se me acercó con Tomi de la mano.
—¿Estás enojada conmigo? —me preguntó directo al grano.
Sentí las lágrimas arderme detrás de los ojos.
—No… es que estoy cansada, Emi. Siento que últimamente todo recae sobre mí.
Ella bajó la mirada.
—Perdón, Ivana. No me di cuenta… Es que estoy tan sola…
Nos quedamos en silencio. El ruido del colectivo 60 pasando por la esquina llenó el vacío entre nosotras.
—Yo también estoy sola a veces —le dije—. Pero no puedo con todo.
Emilia asintió y se fue sin decir nada más. Esa noche no pude dormir. Me sentía mala amiga, egoísta… pero también aliviada.
Pasaron los días y Emilia dejó de pedirme favores. Nos cruzábamos en el ascensor y apenas nos saludábamos. Sofi me preguntó por Tomi; le dije que estaba ocupado con otras cosas. El departamento se sentía más tranquilo, pero yo tenía un hueco en el pecho.
Un domingo lluvioso, tocan el timbre. Era Emilia, empapada y temblando.
—Ivana… —dijo con voz quebrada— ¿Podés ayudarme? Me echaron del trabajo… No sé qué hacer…
La dejé pasar. Nos sentamos en la mesa de siempre, pero ya no éramos las mismas. Hablamos largo rato; lloramos juntas. Le dije que podía contar conmigo, pero que necesitaba cuidar mis propios límites también.
Desde entonces, nuestra relación cambió. Ya no somos inseparables, pero aprendimos a pedir ayuda sin exigirla ni darla por sentada. A veces compartimos un mate; otras veces cada una sigue su camino.
A veces me pregunto si hice lo correcto al poner distancia o si fui demasiado dura con alguien que solo necesitaba un poco más de paciencia y amor. ¿Dónde termina la solidaridad y empieza el sacrificio propio? ¿Quién cuida a las que siempre cuidan?