El calor, el perro y la ventana rota: una tarde que cambió mi vida

—¡¿Por qué nadie hace nada?! —grité, con la voz quebrada, mientras el sudor me corría por la frente y el corazón me latía tan fuerte que sentía que iba a explotar.

Era un martes de esos en los que el sol parece querer derretirlo todo en Monterrey. El asfalto del estacionamiento del supermercado brillaba como si fuera lava, y yo solo pensaba en comprar unas tortillas y queso para la cena. Pero ese pensamiento se evaporó en cuanto vi al perro: un mestizo pequeño, jadeando, con los ojos vidriosos, atrapado dentro de un auto negro con las ventanas cerradas.

Me acerqué, casi tropezando con mis propias sandalias. El animal apenas podía moverse. Miré alrededor buscando al dueño, pero solo vi a una señora mayor empujando su carrito y a un par de adolescentes revisando sus celulares, indiferentes al drama que se desarrollaba a metros de ellos.

—¡Oiga! —le grité a la señora—, ¿sabe de quién es este carro?

Ella negó con la cabeza y siguió su camino. Sentí rabia, impotencia, miedo. Recordé las noticias de perros muertos por golpes de calor y supe que no podía esperar más. Saqué mi celular y marqué al 911, pero la operadora me dijo que enviarían una patrulla «en cuanto fuera posible». Miré al perro otra vez: no tenía tiempo.

—¡Perdón! —le dije al animal, como si pudiera entenderme.

Busqué algo en mi bolsa y encontré mi termo de acero. Cerré los ojos un segundo, recé una oración rápida y golpeé la ventana trasera con todas mis fuerzas. El vidrio estalló en mil pedazos. El ruido atrajo miradas, murmullos, incluso risas nerviosas.

El perro se arrastró hacia mí, temblando. Lo saqué con cuidado y lo puse en el suelo. Le di agua de mi termo y lo cubrí con mi rebozo. Sentí alivio, pero también miedo: ¿y si el dueño llegaba y me reclamaba? ¿Y si la policía me detenía por daños?

No tuve que esperar mucho. Un hombre alto, moreno, con camisa de cuadros y cara de pocos amigos apareció corriendo entre los autos.

—¡¿Qué chingados hiciste con mi carro?! —gritó furioso.

—¡Su perro estaba a punto de morir! —le respondí, temblando—. ¡No podía respirar!

El hombre se acercó amenazante. Por un momento pensé que me iba a golpear. La gente empezó a grabar con sus celulares. Sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo.

—¡Ese perro es mío! ¡Nadie te pidió que te metieras! —me gritó, empujándome ligeramente.

—¡Y usted no tenía derecho a dejarlo ahí! —le respondí, sin poder controlar las lágrimas.

En ese momento llegó la patrulla. Los policías bajaron rápido y separaron al hombre de mí. Uno de ellos, una mujer joven llamada Oficial Ramírez, me preguntó qué había pasado. Le conté todo entre sollozos y jadeos.

El hombre intentó defenderse:

—Solo fueron unos minutos, fui por unas cervezas… ¡No es para tanto!

La oficial lo miró con desprecio:

—¿Sabe cuántos perros mueren así cada verano? Esto es maltrato animal.

Mientras tanto, el perro seguía temblando a mi lado. Un niño pequeño se acercó y le acarició la cabeza con ternura.

—¿Está bien el perrito? —me preguntó con inocencia.

—Va a estar bien —le respondí, aunque no estaba segura.

La policía tomó mis datos y los del hombre. Me dijeron que probablemente tendría que ir a declarar. El dueño del perro seguía insultándome mientras los oficiales lo subían a la patrulla.

Cuando todo terminó, me senté en la banqueta, exhausta. El calor seguía siendo insoportable, pero ya no me importaba. El perro lamió mi mano y sentí una paz extraña.

Pensé en mi familia: en mi mamá que siempre me decía que no me metiera en problemas ajenos; en mi hermana menor, que amaba a los animales; en mi papá, que siempre decía que en México nadie ayuda a nadie porque todos tienen miedo.

Esa noche llegué tarde a casa. Mi mamá me recibió con cara de preocupación:

—¿Dónde estabas? Ya casi son las nueve.

Le conté todo entre lágrimas y risas nerviosas. Ella me abrazó fuerte:

—Hiciste lo correcto, hija. Pero ten cuidado… hay gente muy mala allá afuera.

Cenamos juntas en silencio. Mi hermana me miraba como si fuera una heroína de película. Yo solo pensaba en el perro: ¿estaría bien? ¿Lo devolverían a ese hombre?

Al día siguiente recibí una llamada de la policía. Me dijeron que el perro estaba bajo custodia de Protección Animal y que probablemente sería dado en adopción porque el dueño tenía antecedentes de maltrato.

Sentí alivio, pero también tristeza por todos los animales que no tienen esa suerte. Pensé en la indiferencia de la gente en el estacionamiento, en los policías que tardaron tanto en llegar, en el miedo que sentí al romper esa ventana.

Esa tarde cambió algo dentro de mí. Entendí que a veces hay que romper las reglas para salvar una vida; que el miedo no puede ser más grande que la compasión; que todos podemos hacer la diferencia si dejamos de mirar hacia otro lado.

Ahora les pregunto: ¿ustedes habrían hecho lo mismo? ¿Hasta dónde llegarían por salvar una vida inocente?