Entre el miedo y el amor: Mi vida en la cuerda floja
—¡¿Cómo que estás embarazada, Mariana?! —La voz de mi mamá retumbó en toda la casa, tan fuerte que seguro los vecinos ya estaban pegados a las ventanas. Yo tenía las manos heladas y la mirada fija en el suelo de baldosas viejas, como si ahí pudiera encontrar una respuesta que calmara el huracán que se desataba frente a mí.
—Mamá, por favor, no grites… —intenté decirle, pero ella ya estaba en modo tormenta.
—¿Y cómo quieres que reaccione? ¡No tienes ni veintidós años! ¡Ni siquiera has terminado la universidad! ¿Y ese tal Andrés? ¿Dónde está ahora? ¿Por qué no vino contigo?
Sentí un nudo en la garganta. Andrés estaba afuera, sentado en el viejo Renault de su papá, esperando a que yo diera la noticia. No tuvo el valor de entrar conmigo. «Es tu mamá, Mariana, seguro te escucha más a ti», me dijo antes de bajarse del auto. Pero ahora, frente a la mirada dura de mi madre y el silencio incómodo de mi hermana menor, sentí que estaba completamente sola.
—Andrés me ama, mamá. Vamos a salir adelante juntos —dije, tratando de sonar segura. Pero ni yo misma me creía esas palabras.
Mi mamá se dejó caer en la silla como si le hubieran quitado el aire. Se tapó la cara con las manos y murmuró algo que no entendí. Mi hermana, Lucía, me miraba con una mezcla de miedo y admiración. En ese momento supe que nada volvería a ser igual.
Esa noche casi no dormí. Escuchaba los pasos de mi mamá en la cocina, el ruido del agua en el fregadero, suspiros largos y pesados. Yo solo podía pensar en cómo iba a contarle esto a mi papá, que trabajaba en la fábrica de autopartes y llegaba siempre cansado y malhumorado. ¿Qué iba a decir cuando supiera que su hija mayor estaba embarazada y sin casarse?
Al día siguiente, Andrés vino temprano. Traía una bolsa con pan dulce y una sonrisa nerviosa. Mi mamá lo miró de arriba abajo, como si pudiera leerle el alma con solo una mirada.
—¿Y tú qué piensas hacer ahora? —le preguntó sin rodeos.
Andrés tragó saliva. —Yo… yo quiero estar con Mariana. Vamos a buscar trabajo los dos. No le va a faltar nada a nuestro hijo.
Mi mamá soltó una carcajada amarga. —¿Trabajo? ¿Dónde? ¿En este país? ¿Con qué experiencia? ¿Y la universidad? ¿La van a dejar botada?
Sentí que me ardían los ojos. Andrés me tomó la mano debajo de la mesa. Yo apreté fuerte, como si ese gesto pudiera protegernos del mundo entero.
Los días siguientes fueron una mezcla de esperanza y miedo. Andrés consiguió un trabajo temporal en una ferretería del barrio. Yo seguía yendo a clases en la universidad pública, pero ya no podía concentrarme. Las miradas de mis compañeros, los susurros en los pasillos… sentía que todos sabían mi secreto.
Una tarde, después de clases, me encontré con Camila, mi mejor amiga desde la secundaria.
—¿Es cierto lo que dicen? —me preguntó sin rodeos.
Asentí con la cabeza, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.
—No estás sola, Mari —me abrazó fuerte—. Si necesitas algo, aquí estoy.
Ese abrazo fue como un salvavidas en medio del naufragio.
Pero la presión no paraba. Mi papá dejó de hablarme por semanas. En la casa se respiraba un aire denso, como si todos estuviéramos esperando una explosión. Mi mamá apenas me dirigía la palabra para lo indispensable. Solo Lucía me miraba con ternura y me dejaba notitas debajo de la puerta: «Te quiero, hermana».
Un domingo por la tarde, mientras ayudaba a mi mamá a preparar empanadas para vender en la iglesia, ella rompió el silencio:
—Cuando yo tenía tu edad también soñaba con irme lejos y hacer mi vida… Pero mira dónde terminé: aquí, luchando todos los días para que no nos falte nada.
No supe qué decirle. Sentí culpa por querer algo diferente para mí y para mi hijo.
El embarazo avanzaba y las cosas con Andrés se complicaban. Discutíamos por todo: el dinero que no alcanzaba, las horas extra que él tenía que hacer y yo sola en las consultas médicas. Una noche llegó tarde y olía a cerveza.
—¿Dónde estabas? —le pregunté apenas entró.
—Con los muchachos del trabajo… Solo fue una cerveza, Mariana. Necesitaba despejarme —me respondió cansado.
—¿Y yo? ¿Cuándo me despejo yo?
Nos miramos largo rato sin decir nada más. Sentí miedo de estar repitiendo la historia de mi mamá: una mujer joven atrapada en una vida que no eligió del todo.
El día que nació Emiliano fue el más feliz y aterrador de mi vida. Andrés lloró al verlo por primera vez. Mi mamá llegó al hospital con una bolsa llena de ropa tejida por ella misma. Me abrazó fuerte y lloramos juntas por todo lo que habíamos callado durante meses.
Pero la vida real no es como en las novelas. Volver a casa fue duro: noches sin dormir, pañales caros, Andrés cada vez más ausente y yo sintiéndome invisible. La universidad quedó en pausa indefinida; cada vez que intentaba estudiar Emiliano lloraba o necesitaba algo.
Un día encontré a mi papá sentado con Emiliano en brazos. Le cantaba bajito una canción de cuna que solía cantarme a mí cuando era niña. Me acerqué despacio y él me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Perdóname por no saber cómo ayudarte antes —me dijo—. Solo quería lo mejor para ti.
Lo abracé fuerte y sentí que algo se rompía y se reconstruía dentro de mí al mismo tiempo.
Hoy Emiliano tiene dos años. Andrés y yo seguimos juntos, aunque no es fácil. A veces pienso en todo lo que perdí: fiestas universitarias, viajes con amigas, noches sin preocupaciones. Pero luego veo a mi hijo reírse mientras juega con Lucía y siento que todo valió la pena.
A veces me pregunto si alguna vez podré retomar mis sueños o si este es el camino que me tocó recorrer para encontrar mi propia felicidad.
¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena luchar por lo que uno quiere aunque todos digan que estás equivocada?