El peso del techo ajeno: Mi lucha por el amor y la independencia

—¡No vas a salir vestida así, Marta! ¿Qué va a pensar la gente? —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo intentaba ponerme unos jeans y una blusa sencilla para ir al mercado con Pablo.

Sentí el calor subiéndome a las mejillas. Tenía 30 años y aún me sentía como una adolescente atrapada en el cuerpo de una mujer adulta. Vivir con mis padres en este pequeño departamento de Iztapalapa no era lo que había soñado para mi vida. Pero aquí estaba, escuchando los mismos reproches de siempre.

—Mamá, sólo voy al mercado. Pablo me está esperando abajo —respondí, tratando de mantener la calma.

—Ese muchacho no me gusta para ti. No tiene futuro, ni siquiera tiene un trabajo fijo. ¿Eso quieres para tu vida? ¿Vas a terminar como tu tía Lupe, manteniendo a un bueno para nada? —me lanzó esa mirada que siempre me hacía sentir culpable.

Mi papá, don Ernesto, apenas levantó la vista del periódico. Él nunca se metía en las discusiones, pero su silencio era igual de pesado. Yo sabía que pensaba igual que mi mamá, sólo que no lo decía en voz alta.

Bajé las escaleras con el corazón apretado. Pablo estaba esperándome junto a su moto vieja. Me sonrió, pero yo apenas pude devolverle la sonrisa.

—¿Otra vez problemas con tu mamá? —me preguntó mientras me pasaba el casco.

—Siempre es lo mismo —suspiré—. Dice que no tienes futuro, que no soy una niña para andar saliendo así…

Pablo apretó los labios. —Marta, ya llevamos tres años juntos. ¿Hasta cuándo vas a dejar que tu mamá decida por ti?

No supe qué responderle. La verdad es que yo misma no entendía por qué seguía ahí, por qué no podía dar ese paso y mudarme con él. El miedo al qué dirán, al fracaso, a decepcionar a mis padres… todo eso me pesaba más que cualquier maleta.

En el mercado, mientras elegíamos jitomates y cebollas para la comida del domingo, Pablo me tomó de la mano.

—Mira, Marta. Yo sé que no soy ingeniero ni tengo un gran sueldo. Pero te amo y quiero hacer una vida contigo. ¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? Podemos rentar un cuartito cerca de mi trabajo. No será lujoso, pero será nuestro.

Sentí un nudo en la garganta. Lo deseaba con todo mi ser, pero la voz de mi madre retumbaba en mi cabeza: «¿Eso quieres para tu vida?».

Esa noche, mientras cenábamos sopa de fideos y tortillas frías, mi madre volvió al ataque.

—¿Y qué te dijo ese muchacho hoy? Seguro quiere que te vayas con él, ¿verdad? Pues te advierto: si sales por esa puerta para irte con él, aquí no vuelves a poner un pie. No voy a ser la burla de las vecinas porque mi hija se fue a vivir en pecado.

Mi padre asintió en silencio. Mi hermano menor, Luisito, apenas levantó la vista del celular.

—Mamá, ya no estamos en los años 60 —me atreví a decir—. No es pecado vivir con alguien si lo amas…

—¡No me hables así! Mientras vivas bajo este techo, se hace lo que yo digo —sentenció ella.

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé que corría por las calles del barrio, libre, sin miedo al juicio de nadie. Pero al despertar, la realidad era la misma: el mismo cuarto pequeño, las mismas paredes llenas de fotos familiares y crucifijos.

Pasaron los días y la tensión crecía. Pablo empezó a impacientarse.

—Marta, yo te espero lo que sea necesario. Pero tienes que decidirte. No podemos vivir siempre escondiéndonos de tu familia —me dijo una tarde en el parque.

Yo sabía que tenía razón. Pero cada vez que pensaba en irme, sentía una culpa enorme. ¿Cómo dejar sola a mi madre? Ella siempre había sacrificado todo por nosotros: trabajó limpiando casas ajenas para pagarme la universidad (que nunca terminé), cuidó de mi abuela enferma hasta el último día… ¿No era yo una malagradecida por querer irme?

Una noche escuché a mis padres discutiendo en voz baja:

—Teresa, déjala vivir su vida —decía mi papá—. Ya está grande.

—¿Y si le va mal? ¿Y si termina como tantas otras? No quiero verla regresar llorando porque ese muchacho la dejó…

Me dolió escuchar el miedo en la voz de mi madre. No era sólo control; era miedo a perderme, miedo a verme sufrir.

Al día siguiente decidí hablar con ella.

—Mamá —le dije mientras lavábamos los trastes—, yo te agradezco todo lo que has hecho por mí. Pero necesito vivir mi vida. Amo a Pablo y quiero intentarlo con él. Si me equivoco, será mi error… pero necesito saberlo.

Ella se quedó callada un momento y luego empezó a llorar.

—No quiero perderte…

La abracé fuerte. Por primera vez sentí que éramos dos mujeres asustadas: ella temía perderme; yo temía decepcionarla.

Esa noche hice mi maleta. Luisito me ayudó en silencio.

—Suerte, hermana —me dijo antes de darme un abrazo torpe.

Salí al amanecer. Pablo me esperaba afuera con su moto y una sonrisa nerviosa.

Mientras nos alejábamos del barrio sentí miedo… pero también una libertad inmensa.

Hoy escribo esto desde nuestro pequeño cuarto alquilado en Nezahualcóyotl. No todo es fácil: el dinero apenas alcanza y extraño a mi familia todos los días. Pero por primera vez siento que estoy viviendo mi propia vida.

A veces me pregunto: ¿Cuántos más como yo viven atrapados entre el miedo y el amor? ¿Cuándo aprenderemos a soltar y dejar volar a quienes amamos?