Cuando la suegra se convierte en la dueña del matrimonio: Mi historia con Vlad
—¿Por qué no puedes ser como las otras nueras, Mariana? —me espetó doña Estela mientras yo intentaba servir el café en la mesa del comedor, temblando por dentro pero con la sonrisa forzada que aprendí a usar desde que me casé con Vlad.
Era domingo, y como cada domingo desde hace dos años, la casa de su madre era el escenario de una obra donde yo siempre era la villana. Vlad, mi esposo, miraba su celular, fingiendo no escuchar. Yo sentía que cada palabra de su madre era un dardo envenenado dirigido a mi corazón.
—Mamá, ya basta —susurró Vlad sin levantar la vista—. Mariana hace lo que puede.
—¿Lo que puede? ¡Por favor! —Doña Estela se cruzó de brazos—. Si de verdad te importara esta familia, ya nos habrías dado un nieto.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. El tema de los hijos era una herida abierta. Llevábamos un año intentando sin éxito, y cada mes era una mezcla de esperanza y decepción. Pero lo que más dolía era la sospecha constante de doña Estela: ella estaba convencida de que yo era el problema.
Vlad y yo nos conocimos en una fiesta en Guadalajara. Él era divertido, atento, y parecía tan diferente a los hombres machistas con los que había salido antes. Me enamoré rápido y fuerte. Cuando me propuso matrimonio, acepté sin dudarlo. Pero nunca imaginé que al casarme con él, también me casaba con su madre.
La primera vez que doña Estela me hizo sentir incómoda fue durante la boda civil. Me tomó del brazo y me susurró al oído: “Ahora eres parte de nuestra familia. Espero que sepas tu lugar.” Pensé que era una broma, pero pronto entendí que hablaba en serio.
Al principio, intenté complacerla. Aprendí a cocinar sus recetas favoritas, a limpiar la casa como ella quería, incluso a vestir como ella consideraba apropiado. Pero nada era suficiente. Siempre encontraba algo para criticar: mi trabajo como diseñadora gráfica (“Eso no es una profesión seria”), mi forma de hablar (“Demasiado directa”), hasta mi manera de reír (“Las mujeres decentes no se ríen así”).
Vlad me decía que no le hiciera caso, que su mamá era así con todos. Pero yo veía cómo él cambiaba cuando ella estaba cerca: se volvía sumiso, inseguro, incapaz de defenderme realmente. Empecé a sentirme sola en mi propio matrimonio.
La presión por tener hijos se volvió insoportable. Cada reunión familiar era lo mismo: “¿Y para cuándo el bebé?” “¿Ya fuiste al doctor?” “¿No será que Mariana no puede?”
Un día, después de una discusión especialmente dura con Vlad sobre el tema, decidí ir al ginecólogo sola. Los resultados fueron claros: no había ningún problema conmigo. Cuando le mostré los papeles a Vlad, él solo murmuró: “Entonces el problema debe ser mío.”
Pero nunca quiso hacerse los estudios.
Las cosas empeoraron cuando doña Estela empezó a esparcir rumores entre la familia y los vecinos del barrio en Zapopan. Un día, mientras hacía fila en la panadería, escuché a dos señoras cuchicheando:
—Dicen que Mariana no puede tener hijos…
Sentí cómo se me caía el mundo encima. Salí corriendo y lloré en el coche durante media hora antes de poder volver a casa.
Esa noche enfrenté a Vlad:
—¿Por qué tu mamá le dice a todo el mundo que soy estéril? ¿Por qué no la detienes?
Él me miró con ojos cansados:
—No sé cómo hacerlo… Siempre ha sido así. No quiero pelearme con ella.
—¿Y conmigo sí puedes pelearte? —le grité—. ¿Por qué siempre soy yo la mala?
El silencio entre nosotros se volvió un muro imposible de escalar.
Pasaron los meses y la situación solo empeoró. Doña Estela empezó a venir a nuestra casa sin avisar, revisaba mis cosas, criticaba mi decoración y hasta llegó a sugerirle a Vlad que buscara otra mujer “más fértil”.
Una tarde, después de una discusión especialmente cruel, empacó mis cosas y las puso en la puerta:
—Si no puedes darle un hijo a mi hijo, ¿para qué sigues aquí?
Vlad llegó justo cuando yo estaba llorando en la banqueta. Me abrazó torpemente y me dijo:
—No le hagas caso…
Pero ya no podía más. Me fui a casa de mi hermana Lucía en Tlaquepaque. Ella me recibió con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos:
—Siempre supe que esa mujer te iba a hacer daño —me dijo—. Pero tú vales mucho más que todo eso.
Durante semanas lloré cada noche. Me sentía fracasada, humillada, vacía. Pero poco a poco empecé a recordar quién era antes de todo esto: una mujer fuerte, creativa, capaz de amar y ser amada.
Vlad vino a buscarme varias veces. Me prometió que iba a ponerle límites a su madre, que íbamos a empezar de nuevo lejos de ella. Pero yo ya no sabía si podía confiar en él.
Una noche, mientras miraba las luces de la ciudad desde el balcón de Lucía, me pregunté:
¿De qué sirve el amor si no hay respeto? ¿Puede sobrevivir un matrimonio donde la verdad y la dignidad son sacrificadas por miedo al qué dirán?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena luchar por alguien que no sabe defenderte ni siquiera de su propia familia?