Amar a escondidas: El precio de mi felicidad
—¿¡Qué te pasa, mamá!? —gritó Julián, con los ojos desorbitados y la voz quebrada por la rabia—. ¿¡Con ese viejo raro del lado!? ¿¡De verdad!?
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Tenía la ściereczka —el trapo de cocina— aún en la mano, y la sopa de fideos hervía en la olla, pero el calor que me quemaba era otro. No estaba preparada para esa reacción. Solo le había dicho que me estaba viendo con don Ernesto, el vecino de al lado, que desde hace meses compartíamos charlas en la reja, que me hacía reír como nadie desde que su papá se fue. No esperaba que mi hijo, mi Julián, me mirara como si fuera una extraña.
—Julián, por favor… —intenté acercarme, pero él retrocedió como si yo fuera contagiosa—. No es lo que piensas. Ernesto es un buen hombre. Me escucha, me respeta…
—¡Es un viejo! ¡Podría ser tu papá! —escupió las palabras como veneno—. ¿No te da vergüenza? ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué va a decir la abuela? ¡No quiero saber nada más de esto!
La puerta se cerró de un portazo. El eco retumbó en mi pecho mucho después de que Julián se fuera. Me quedé sola en la cocina, con el olor a sopa y el corazón hecho trizas.
No fue fácil crecer en un barrio como el nuestro, en las afueras de Mendoza. Aquí todos se conocen y todos juzgan. Desde que mi esposo nos dejó por otra mujer —una más joven, claro—, fui el blanco de miradas y murmullos. «Pobrecita Lucía, tan sola con su hijo». Nadie preguntó cómo me sentía realmente. Nadie se interesó por mis sueños o mis ganas de volver a reír.
Don Ernesto llegó al barrio hace dos años. Viudo, sin hijos, con su jardín siempre impecable y su radio a todo volumen los domingos. Al principio me parecía huraño, pero un día me ayudó a cargar las bolsas del súper y terminamos hablando de fútbol y política bajo el limonero. Descubrí que tenía una risa contagiosa y una tristeza profunda en los ojos.
Empezamos a compartir mates en su patio. Hablábamos de todo: de la vida, de los hijos que no llaman, de las películas viejas que daban en Canal 7. Me sentía viva otra vez. No era amor a primera vista; fue un cariño que creció lento, como las plantas que él cuidaba con tanto esmero.
Pero el barrio no perdona. Un día nos vieron juntos en la feria y los chismes volaron más rápido que el viento Zonda. «¿Viste a Lucía con el viejo Ernesto? Seguro le saca plata», decían las vecinas en la panadería. Yo agachaba la cabeza y apretaba los dientes.
Lo peor fue cuando Julián se enteró. Mi hijo siempre fue mi razón de vivir. Lo crié sola desde los ocho años, trabajando de empleada doméstica y vendiendo empanadas los fines de semana. Le di todo lo que pude: educación, amor, sacrificio. Pero nunca pensé que tendría que elegir entre mi felicidad y su aprobación.
Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos de Julián en su cuarto, el golpeteo nervioso de sus dedos contra el celular. Al día siguiente se fue temprano sin saludarme.
—¿Te peleaste con Julián? —me preguntó Ernesto cuando fui a verlo esa tarde.
No pude evitar llorar. Él me abrazó fuerte, como si pudiera pegar mis pedazos rotos.
—No quiero perderlo —sollozaba—. Pero tampoco quiero seguir fingiendo que estoy muerta por dentro.
Ernesto me acarició el pelo con ternura.
—La gente siempre va a hablar, Lucía. Pero tu hijo… él te va a entender algún día. Solo dale tiempo.
Pero los días pasaban y Julián no volvía a casa después del trabajo. Dormía en lo de su amigo Martín y apenas respondía mis mensajes.
Mi madre vino a visitarme una tarde y no tardó en soltar la lengua:
—¿Cómo se te ocurre andar con ese hombre? ¿No pensás en Julián? ¿En lo que va a decir la familia?
Sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo.
—Mamá, tengo derecho a ser feliz —le dije con voz temblorosa—. Ya sufrí bastante.
Ella negó con la cabeza y suspiró:
—Las mujeres como nosotras no nacimos para eso…
Esa frase me quedó retumbando días enteros: «Las mujeres como nosotras». ¿Y cómo somos? ¿Condenadas a vivir para los demás? ¿A resignarnos a la soledad porque así lo dicta el barrio?
Una tarde encontré a Julián esperándome en la puerta.
—Necesito hablar —dijo seco.
Entramos en silencio. Se sentó frente a mí, con los ojos hinchados de tanto llorar.
—No entiendo por qué lo hacés —dijo al fin—. Siento que te perdí…
Le tomé la mano entre las mías.
—Nunca me vas a perder, hijo. Pero también soy persona… Tengo derecho a sentirme querida otra vez.
Julián bajó la mirada. No dijo nada más esa noche, pero al menos no se fue.
Con el tiempo, el escándalo del barrio se apagó un poco. Ernesto siguió viniendo a casa; a veces compartíamos una comida o veíamos una película vieja juntos. Julián empezó a quedarse más tiempo en casa, aunque todavía le costaba mirarnos juntos sin fruncir el ceño.
Sé que no será fácil borrar los prejuicios ni curar las heridas tan rápido. Pero aprendí algo: nadie tiene derecho a decidir por mi felicidad ni a condenarme por buscar amor después de tanto dolor.
A veces me pregunto si valió la pena arriesgarlo todo por este sentimiento inesperado. ¿Cuántas mujeres en nuestro país viven escondiendo sus deseos por miedo al qué dirán? ¿Cuántas madres renuncian a su propia vida para no decepcionar a sus hijos?
¿Y vos? ¿Te animarías a elegirte aunque todos te juzguen?