La cicatriz invisible: La historia de Emiliano
—¡Mira, ahí viene el monstruo! —gritó Diego, el chico más popular del salón, mientras todos se reían y yo apretaba los puños, deseando desaparecer.
Tenía once años y acababa de mudarme con mi mamá a un barrio de las afueras de Medellín. Mi rostro, marcado por una cicatriz que cruzaba mi mejilla izquierda, era el blanco perfecto para las burlas. Esa cicatriz era el recuerdo de un accidente de moto que casi me arrebata la vida cuando tenía seis años. Pero nadie en la escuela lo sabía, ni les importaba. Solo veían lo que querían ver: un niño diferente.
Cada día era una batalla. Al entrar al aula, sentía las miradas clavarse en mí como agujas. Los susurros, las risas ahogadas, los apodos crueles: «Frankenstein», «cara rota», «espantapájaros». A veces, al llegar a casa, encontraba a mi mamá llorando en la cocina. Ella intentaba ser fuerte por mí, pero yo sabía que sufría al verme tan solo.
Una tarde, después de una pelea en el recreo —Diego me empujó y caí sobre el cemento—, llegué a casa con la camisa rota y la dignidad hecha trizas. Mi mamá me abrazó fuerte y me dijo:
—Emiliano, tu valor no está en tu cara. Está en tu corazón.
Pero yo no podía creerle. ¿Cómo podía valer algo si todos me odiaban por algo que ni siquiera elegí?
Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché a mi mamá hablar por teléfono con mi tía Lucía:
—No sé qué hacer, Lucía. Emiliano está cada vez más triste. No quiero perderlo…
Sentí un nudo en la garganta. ¿Perderme? ¿Tan mal estaba?
Al día siguiente, decidí no ir a la escuela. Caminé sin rumbo por las calles polvorientas del barrio hasta llegar a una pequeña panadería. Me senté en la acera, mirando cómo la gente entraba y salía. De pronto, una señora mayor se acercó y me ofreció un panecillo.
—¿Por qué tan triste, mijo? —preguntó con voz suave.
No supe qué decirle. Solo bajé la cabeza.
—¿Sabes? Yo también tengo una cicatriz —dijo, levantando la manga de su blusa para mostrarme una marca larga en su brazo—. La gente siempre pregunta cómo me la hice, pero pocos se detienen a conocer mi historia.
Por primera vez sentí que alguien me entendía. Charlamos un rato y me contó que se llamaba Doña Mercedes. Me habló de su infancia difícil y de cómo aprendió a no dejarse definir por las opiniones ajenas.
—La belleza verdadera está en lo que haces por los demás —me dijo antes de despedirse.
Volví a casa pensando en sus palabras. Esa noche le conté a mi mamá lo que había pasado y vi una chispa de esperanza en sus ojos.
Al día siguiente, decidí enfrentarme a mis miedos. Fui a la escuela y cuando Diego empezó con sus bromas, lo miré a los ojos y le dije:
—¿Por qué te molesta tanto mi cara? ¿Te hace sentir mejor burlarte de mí?
El salón quedó en silencio. Diego no supo qué responder. Sentí una fuerza nueva dentro de mí.
Ese mismo día, una compañera llamada Valeria se acercó durante el recreo.
—No les hagas caso —me dijo—. Mi hermano también tiene una cicatriz y es la mejor persona que conozco.
Poco a poco, algunos compañeros empezaron a hablarme sin burlas. No todos cambiaron, pero ya no estaba solo.
Sin embargo, el verdadero cambio llegó cuando la profesora Camila propuso un proyecto sobre la empatía. Nos pidió que compartiéramos algo personal frente al grupo. Cuando llegó mi turno, sentí miedo, pero recordé las palabras de Doña Mercedes y el apoyo de Valeria.
—Mi cicatriz es parte de mí —dije—. Me recuerda que sobreviví y que puedo ser fuerte. No elegí tenerla, pero sí puedo elegir cómo vivir con ella.
Vi lágrimas en los ojos de mi mamá, que había sido invitada al evento. Algunos compañeros se acercaron después para pedirme disculpas o simplemente darme una palmada en el hombro.
Con el tiempo, aprendí a ver mi cicatriz como un símbolo de resistencia. Empecé a ayudar a otros niños que también sufrían bullying. Formamos un pequeño grupo donde compartíamos nuestras historias y nos apoyábamos mutuamente.
Un día, Diego se acercó y me dijo en voz baja:
—Perdón por todo lo que te hice… Mi papá también tiene una cicatriz y nunca lo entendí hasta ahora.
No fue fácil perdonarlo, pero lo hice. Porque entendí que todos llevamos cicatrices —algunas visibles, otras no— y que solo podemos sanar si nos atrevemos a mirar más allá de las apariencias.
Hoy tengo diecisiete años y sigo viviendo en Medellín con mi mamá. La cicatriz sigue ahí, pero ya no me duele verla en el espejo. Ahora sé que mi valor no depende de cómo me vea, sino de cómo enfrento la vida y ayudo a otros a hacer lo mismo.
A veces me pregunto: ¿cuántos niños como yo siguen sufriendo en silencio? ¿Cuándo aprenderemos a mirar con el corazón y no solo con los ojos? ¿Tú qué harías si vieras a alguien como yo siendo lastimado?