Entre Paredes y Secretos: La Historia de Mariana y Lucía

—Mariana, hazte un poco para allá. Lucía también tiene derecho a dormir cómoda —la voz de mi mamá retumbó en el cuarto diminuto, como si no hubiera paredes suficientes para contener su autoridad.

Yo apreté los dientes, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta. —¿Y dónde quieres que me haga, mamá? ¡Si apenas cabemos nosotras dos! ¿Por qué Lucía no puede dormir en la sala, como hace papá cuando llega tarde?

Mi madre me miró con esos ojos oscuros que no aceptan discusión. —Porque Lucía es tu hermana. Y aquí, aunque sea apretados, estamos juntas. Así es la familia.

No respondí. Solo me giré hacia la pared, sintiendo la cama vieja crujir bajo nuestro peso. Lucía se acomodó a mi lado, en silencio, con ese olor a colonia barata y lágrimas secas que traía desde que llegó de la casa de tía Rosa. Yo tenía quince años y sentía que el mundo se me venía encima cada vez que alguien más cruzaba la puerta de nuestro departamento en el centro de Lima.

La verdad es que nunca quise compartir nada con Lucía. Desde pequeñas éramos diferentes: ella era la consentida, la que lloraba y conseguía lo que quería; yo era la fuerte, la que aguantaba los gritos de papá y las ausencias de mamá. Pero ahora, con papá sin trabajo y mamá haciendo milagros para pagar el alquiler, no había espacio para caprichos.

Esa noche casi no dormí. Escuchaba la respiración entrecortada de Lucía y pensaba en todo lo que había perdido: mi privacidad, mi tranquilidad, hasta mi lugar en la mesa. Ahora tenía que esperar a que todos sirvieran para ver si quedaba un poco más de arroz para mí.

—¿Por qué me odias? —me preguntó Lucía una tarde, mientras doblábamos la ropa en el patio.

Me sorprendió su pregunta directa. —No te odio —mentí—. Solo… extraño cuando todo era más fácil.

Ella bajó la mirada. —Yo tampoco quería venir. Pero mamá dijo que aquí estaría mejor…

No supe qué decirle. ¿Mejor? ¿En este departamento donde las paredes son tan delgadas que escuchas los problemas de los vecinos? ¿Donde el agua caliente es un lujo y el pan se reparte como si fuera oro?

Los días pasaron y la tensión crecía. Mamá llegaba cansada del mercado, con las manos llenas de bolsas y el corazón lleno de preocupaciones. Papá apenas hablaba; se encerraba en el cuarto a mirar la televisión vieja y a fumar cigarrillos baratos. Yo sentía que era invisible.

Hasta que una noche escuché a mamá llorar en la cocina. Me acerqué despacio y la vi sentada en una silla, con la cabeza entre las manos.

—¿Mamá? —susurré.

Ella levantó la vista, sus ojos rojos e hinchados. —Perdóname, hija… No quería esto para ustedes.

Me quedé callada. No sabía si abrazarla o salir corriendo. Al final solo me senté a su lado.

—¿Por qué Lucía tuvo que venir? —pregunté al fin.

Mamá suspiró largo. —Porque tu tía Rosa ya no podía cuidarla… Y porque… —hizo una pausa— porque tu papá… bueno, él no es su verdadero padre.

Sentí un golpe en el pecho. ¿Cómo que no era su padre? ¿Toda mi vida había sido una mentira?

—¿Y por qué nunca me lo dijeron?

—Quise protegerlas… pero ahora todo se complicó —dijo mamá, limpiándose las lágrimas—. No te pido que la quieras como antes, solo que no le hagas la vida más difícil.

Esa noche miré a Lucía diferente. Ella dormía abrazada a su peluche viejo, ajena al torbellino que giraba en mi cabeza. ¿Cuántas veces había sentido ella lo mismo que yo? ¿Cuántas veces había deseado escapar?

Los días siguientes intenté ser más amable. Le ayudé con las tareas del colegio, le presté mis cuadernos viejos y hasta le enseñé a preparar arroz chaufa con lo poco que teníamos en la despensa.

Pero los problemas no desaparecieron. Un día papá llegó borracho y empezó a gritarle a mamá por el dinero. Lucía se escondió detrás de mí y yo sentí una rabia tan grande que quise romper todo.

—¡Ya basta! —grité—. ¡Si no nos quieres aquí, dímelo!

Papá me miró con desprecio. —Tú no sabes nada, Mariana. Eres igualita a tu madre: siempre metiéndose donde no te llaman.

Esa noche dormimos abrazadas, Lucía y yo, temblando de miedo y de frío.

Con el tiempo aprendí a ver a mi hermana como alguien más que una intrusa. Descubrí sus miedos, sus sueños de ser doctora para ayudar a mamá, su risa contagiosa cuando veíamos novelas juntas en la tele prestada del vecino.

Un día me confesó: —A veces sueño con tener una casa grande, donde cada una tenga su cuarto…

Yo sonreí triste. —Tal vez algún día lo logremos.

La vida siguió difícil: mamá enfermó y tuve que dejar el colegio para trabajar en una bodega del barrio; Lucía cuidaba de ella mientras yo vendía pan y leche desde las seis de la mañana. Pero nunca más volví a verla como una carga.

A veces pienso en todo lo que perdimos por culpa del silencio y los secretos familiares. Pero también sé que, entre paredes apretadas y noches sin dormir, aprendimos a querernos de verdad.

Ahora miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias viven así, callando verdades por miedo al dolor? ¿Vale la pena sacrificar tanto por protegernos unos a otros? ¿O sería mejor enfrentar juntos las tormentas?