Entre el amor y el olvido: Cuando ser esposa se convierte en ser cuidadora

—Ya no puedo más, Mariana. No quiero vivir con una enfermera, quiero vivir con mi esposa.

Las palabras de Julián cayeron como un balde de agua fría sobre mi espalda. Estaba parada en la cocina, con las manos temblorosas aferradas a una taza de té, mientras la lluvia golpeaba los ventanales del departamento en el centro de Medellín. Sentí que el aire se volvía pesado, como si cada gota que caía afuera se colara en mi pecho y lo llenara de humedad y tristeza.

—¿Eso es lo que piensas de mí? —pregunté, apenas reconociendo mi propia voz, ronca y quebrada.

Julián no me miró. Se quedó sentado a la mesa, con los codos apoyados y la cabeza entre las manos. Su silencio era peor que cualquier grito. Yo sabía que algo se había roto entre nosotros, pero no quería admitirlo. No después de quince años juntos, de tantas batallas compartidas, de haber criado a nuestros hijos en medio de carencias y sueños aplazados.

Todo comenzó hace dos años, cuando a mi mamá le diagnosticaron Alzheimer. Era imposible dejarla sola en su casa en Envigado, así que la traje a vivir con nosotros. Al principio, Julián estuvo de acuerdo. «Es lo correcto», dijo. Pero nadie nos preparó para lo que vendría: las noches sin dormir, los gritos de mi mamá cuando no me reconocía, los pañales, las visitas al hospital, el dinero que nunca alcanzaba para los medicamentos.

Poco a poco, mi vida se fue llenando de rutinas: preparar la sopa especial para mamá, revisar que no saliera sola al balcón, limpiar los accidentes, calmar sus crisis. Mis hijos adolescentes aprendieron a vivir con el miedo y la vergüenza de tener una abuela que a veces los confundía con extraños. Julián empezó a llegar más tarde del trabajo. Yo dejé de arreglarme, de salir con mis amigas, de reírme con él en las noches viendo novelas mexicanas.

Una noche, mientras bañaba a mamá y le cantaba una canción de cuna que ella solía cantarme de niña, sentí que algo dentro de mí se apagaba. Era como si mi reflejo en el espejo se desdibujara: ya no era Mariana la esposa ni Mariana la madre; era solo Mariana la cuidadora.

—¿Por qué no me ayudas más? —le reclamé a Julián una tarde, cuando llegó y encontró la casa hecha un desastre.

—Trabajo todo el día para que no falte nada —respondió él, sin mirarme—. Además, tú eres la que sabe cómo manejarla.

Esa noche dormimos espalda con espalda. El silencio entre nosotros era un abismo.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba arepas para el desayuno, Julián me miró con una tristeza que nunca le había visto.

—Extraño cuando éramos solo nosotros —dijo—. Cuando salíamos a bailar salsa en Laureles y te reías hasta llorar. Ahora solo veo cansancio en tus ojos.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que yo también extrañaba esa vida? Que cada vez que veía una pareja tomada de la mano en el parque sentía una punzada de envidia y culpa.

Las discusiones se hicieron más frecuentes. Mis hijos empezaron a encerrarse en sus cuartos. Mi mamá empeoraba cada día; ya ni siquiera recordaba mi nombre. Una tarde, mientras le cambiaba la ropa mojada y ella me miraba con desconfianza, sentí ganas de gritarle al mundo entero: «¡No puedo más!» Pero me callé. Porque así nos enseñaron: las mujeres aguantan, las mujeres cuidan.

Hasta esa noche en la cocina. Julián se levantó y se acercó a mí. Me tomó las manos con delicadeza.

—No te estoy culpando —susurró—. Solo quiero recuperar algo de lo que fuimos. No sé cómo ayudarte si tú tampoco te ayudas.

Lloré en silencio mientras él me abrazaba. Por primera vez en mucho tiempo sentí miedo de perderlo.

Al día siguiente busqué ayuda. Fui al centro comunitario del barrio y pregunté por grupos de apoyo para familiares de pacientes con Alzheimer. Me encontré con otras mujeres como yo: cansadas, tristes, pero también valientes. Compartimos historias, consejos y lágrimas. Aprendí a delegar tareas, a pedir ayuda a mis hermanos aunque vivieran lejos y pusieran excusas.

Poco a poco empecé a recuperar pedacitos de mí misma. Salí una tarde con Julián al cine; reímos como antes aunque fuera solo por dos horas. Mis hijos empezaron a ayudar más en casa. Mamá seguía perdiéndose en su mundo, pero yo ya no me sentía tan sola.

A veces pienso en todas las Marianas que hay en Latinoamérica: mujeres que cargan con todo sin pedir nada a cambio, que se olvidan de sí mismas por cuidar a los demás. ¿Vale la pena sacrificarlo todo? ¿Dónde queda nuestro derecho a ser felices?

Hoy miro a Julián mientras desayunamos juntos y le sonrío con sinceridad por primera vez en mucho tiempo. Sé que el camino será largo y difícil, pero también sé que merezco vivirlo acompañada, no sola.

¿Y ustedes? ¿Hasta dónde estarían dispuestos a sacrificar su vida por cuidar a un ser querido? ¿En qué momento dejamos de ser pareja para convertirnos solo en cuidadores?