El sacrificio de mamá Lucía: Entre el amor y la traición involuntaria
—¡No me hables así, Camilo! ¡No tienes idea de lo que he hecho por ustedes!— grité, con la voz quebrada, mientras el portazo de mi hijo retumbaba en las paredes descascaradas de nuestro pequeño departamento en el centro de Medellín. Sentí que el aire se me iba del pecho, como si cada palabra que él lanzaba fuera una piedra más sobre mi espalda cansada.
Nunca imaginé que mi vida terminaría así: sola, con dos hijos adolescentes que apenas me miran a los ojos. Cuando Julián, mi esposo, se fue con otra mujer —una más joven, más bonita, más libre—, sentí que el mundo se me venía abajo. Pero no podía darme el lujo de llorar. Camilo tenía apenas 13 años y Abril solo 9. Ellos necesitaban a alguien fuerte, alguien que no se quebrara ante la adversidad. Así que guardé mis lágrimas para las noches y salí a buscar trabajo.
No tenía experiencia. Había dedicado mi vida a la casa, a los niños, a Julián. Pero en la panadería de doña Rosa me dieron una oportunidad. Me levantaba a las 4 de la mañana para amasar pan y regresaba a casa cuando ya caía la tarde. Los pies hinchados, las manos llenas de harina y el corazón apretado por la culpa de no estar ahí cuando mis hijos llegaban del colegio.
—Mamá, ¿por qué nunca estás? —me preguntó Abril una noche, mientras yo intentaba repasar con ella la tarea de matemáticas.
—Estoy aquí ahora, mi amor —le respondí, acariciándole el cabello—. Todo esto lo hago por ustedes.
Pero los niños no entienden de sacrificios. Solo sienten la ausencia. Camilo empezó a juntarse con los chicos del barrio, esos que fuman en las esquinas y se ríen fuerte para ocultar sus propias heridas. Yo intentaba hablarle, pero él solo me respondía con monosílabos o con ese silencio que duele más que cualquier insulto.
Una tarde, la directora del colegio me llamó:
—Señora Lucía, necesitamos hablar sobre Camilo. Lo sorprendieron robando en la tienda del colegio.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿En qué momento mi hijo se había convertido en un extraño? Caminé hasta casa con las piernas temblorosas y al llegar lo encontré sentado en la sala, mirando la televisión como si nada hubiera pasado.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté con voz suave, intentando no llorar.
—No sé —me respondió encogiéndose de hombros—. No importa.
Pero sí importaba. Todo importaba. Cada decisión que tomaba parecía alejarme más de ellos. Empecé a trabajar horas extras para poder pagar un mejor colegio para Abril. Pensé que así tendría mejores oportunidades, que no repetiría los errores de su hermano. Pero Abril empezó a enfermarse seguido: dolores de estómago, insomnio, ataques de ansiedad.
—Mamá, ¿puedes quedarte conmigo esta noche? —me suplicó una vez, con los ojos llenos de lágrimas.
—No puedo, hija. Tengo que ir al trabajo —le dije, sintiendo cómo se me partía el alma.
La culpa era mi compañera constante. Me preguntaba si estaba haciendo lo correcto. ¿De qué servía traer dinero a casa si mis hijos se sentían solos? ¿Era mejor ser pobre pero estar juntos? Pero ya era tarde para volver atrás.
Un día, Camilo no regresó a dormir. Lo busqué por todo el barrio, pregunté a sus amigos, recorrí hospitales y estaciones de policía. Nadie sabía nada. Pasé la noche en vela, rezando a la Virgen para que me lo devolviera sano y salvo. Al amanecer, lo encontré dormido en el parque, sucio y con los ojos rojos.
—¿Por qué me haces esto? —le grité entre sollozos.
—¿Por qué tú me dejaste solo primero? —me respondió él, con una rabia que nunca le había visto.
Sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos. ¿Eso era lo que pensaban? ¿Que los había abandonado?
Los años pasaron y la distancia entre nosotros creció como una grieta imposible de cerrar. Camilo dejó el colegio y empezó a trabajar en un taller mecánico. Apenas nos cruzábamos en casa y cuando lo hacíamos era solo para discutir. Abril terminó el colegio con esfuerzo y se fue a estudiar a otra ciudad gracias a una beca. Me quedé sola en ese departamento lleno de recuerdos y silencios.
A veces me pregunto si todo este sacrificio valió la pena. Si mis hijos algún día entenderán que todo lo hice por amor. O si solo recordarán a una madre ausente, cansada y rota por dentro.
Hoy los veo desde lejos: Camilo con su vida dura y Abril luchando por sus sueños lejos de mí. Y yo aquí, preguntándome si alguna vez podré pedirles perdón por las heridas invisibles que les dejé.
¿Será que los hijos algún día comprenden el sacrificio de una madre? ¿O estamos condenadas a ser las villanas en sus recuerdos?