Herencia de Sangre y Silencio

—¡Es lo justo, mamá! Yo he estado aquí más tiempo, he gastado más, he sacrificado más. Mariana ni siquiera sabe lo que cuesta mantener esta casa —gritó Lucía, su voz retumbando en las paredes de la sala, mientras yo apretaba los puños para no llorar.

Era una noche húmeda en Medellín. Afuera llovía con furia, como si el cielo quisiera limpiar el aire denso que se respiraba en nuestra casa. Mamá estaba sentada en su sillón favorito, ese que todavía olía a su perfume de jazmín, con los ojos llenos de cansancio y las manos temblorosas. Yo, Mariana, tenía 28 años y aún sentía que era la niña invisible de la familia.

—Lucía, hija, la herencia no es un premio ni un castigo. Es lo que tu papá y yo logramos juntos para ustedes dos. No quiero que el dinero las separe —dijo mamá, con una voz tan suave que apenas se oía sobre el rugido de la tormenta.

Lucía bufó y me miró con desprecio. Siempre fue así: ella la fuerte, la que tomaba decisiones; yo la callada, la que recogía los platos después de las peleas. Desde pequeñas, Lucía me llevaba cinco años y usaba esa diferencia como un látigo invisible. Cuando papá murió en un accidente de bus hace diez años, Lucía se convirtió en la segunda cabeza de familia. Pero nunca dejó de recordarme que yo era «la chiquita», la que no entendía nada.

—¿Y tú qué dices? —me preguntó Lucía de repente—. ¿No te parece justo que yo reciba más? Tú ni siquiera estuviste cuando mamá enfermó.

Sentí el golpe en el pecho. Era cierto: cuando mamá cayó enferma del corazón hace dos años, yo estaba terminando mi maestría en Bogotá. Llamaba todos los días, pero Lucía fue quien estuvo aquí, quien llevó a mamá al hospital y discutió con los médicos. Pero también fue ella quien decidió sin consultarme, quien me mandaba mensajes secos: «Mamá está estable. No vengas todavía».

—No es cuestión de justicia —dije al fin, con la voz quebrada—. Es cuestión de amor. Papá siempre decía que lo único que nos iba a dejar era el ejemplo de ser justos.

Lucía soltó una carcajada amarga.

—¡Amor! El amor no paga las cuentas ni arregla el techo cuando se cae a pedazos. Yo fui la que puso plata cuando mamá no tenía para los medicamentos. ¿Tú sabes cuánto cuesta una caja de pastillas para el corazón?

Mamá intentó interceder otra vez:

—No quiero que esto las destruya. Si pudiera repartir mi vida en dos para dárselas igual a cada una…

Pero Lucía ya no escuchaba. Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada.

—¿Sabes qué? Haz lo que quieras con tu parte —me espetó—. Pero yo voy a pelear por lo mío. No me importa si tengo que ir a un abogado.

La amenaza flotó en el aire como un relámpago sin trueno. Mamá se echó a llorar en silencio. Yo me acerqué y le tomé la mano. Sentí su piel fría y frágil, como papel viejo.

Esa noche no dormí. Escuché a Lucía llorar en su cuarto, ahogada por la rabia y el resentimiento. Pensé en todas las veces que me hizo sentir menos: cuando rompió mi muñeca favorita y culpó al perro; cuando le dijo a mamá que yo era floja porque no ayudaba en la tienda; cuando me gritó frente a sus amigas porque «no servía para nada».

A la mañana siguiente, la casa olía a café recién hecho y a tristeza acumulada. Mamá preparó arepas como si nada hubiera pasado, pero sus manos temblaban más de lo normal.

—Mariana, hija —me dijo en voz baja mientras Lucía hablaba por teléfono en el patio—. No quiero dejarles esta carga. Pero tampoco puedo obligar a tu hermana a entender.

Yo asentí, sintiendo un nudo en la garganta.

—Mamá, ¿por qué siempre tengo que ceder? ¿Por qué siempre soy yo la que tiene que callar?

Ella me miró con ternura y dolor.

—Porque tienes el corazón más grande, mi niña. Pero no permitas que te lo rompan.

Ese día fue el principio del fin. Lucía llevó el tema al notario del barrio y empezó a buscar abogados. Los vecinos murmuraban: «Las hijas de doña Teresa peleando por plata». En el supermercado me miraban con lástima o con rabia contenida.

Una tarde, mientras barría el patio lleno de hojas mojadas, Lucía salió furiosa:

—¿Ya hablaste con mamá? ¿Vas a firmar o no?

La miré directo a los ojos por primera vez en mucho tiempo.

—No voy a firmar nada hasta que hablemos como hermanas. No como enemigas.

Ella apretó los labios y se fue dando un portazo tan fuerte que hizo temblar los vidrios.

Los días siguientes fueron una guerra fría: silencios largos, miradas esquivas, platos rotos accidentalmente. Mamá empeoraba cada vez más; su corazón no aguantaba tanto dolor entre sus hijas.

Una noche cualquiera, mamá nos llamó a las dos al cuarto. Tenía una carta en la mano y lágrimas en los ojos.

—No quiero irme sin verlas reconciliadas —dijo con voz apenas audible—. Si algo me pasa… recuerden que lo único importante es el amor entre ustedes.

Lucía lloró por primera vez delante de mí desde que éramos niñas. Yo también lloré, pero sentí que algo se rompía para siempre entre nosotras.

Mamá murió dos semanas después, mientras dormía. El día del entierro llovió igual que aquella noche de la pelea. La casa quedó vacía y fría.

El notario leyó el testamento: todo dividido en partes iguales. Lucía no dijo nada; solo firmó con manos temblorosas y se fue sin mirarme.

Hoy vivo sola en esa casa grande llena de recuerdos y silencios pesados. A veces escucho los pasos de Lucía en el corredor, pero solo es el eco de lo que fuimos alguna vez.

Me pregunto si algún día podremos sanar este dolor o si la herencia será siempre una cicatriz abierta entre nosotras.

¿Vale la pena perder una hermana por dinero? ¿Cuántas familias latinoamericanas han vivido este mismo infierno silencioso?