A los 55 años, me di cuenta: Ya no la amo
—¿Por qué ya no me miras como antes, Ernesto? —me preguntó Lucía una noche, mientras el ventilador giraba lento sobre nuestras cabezas y el calor húmedo de Barranquilla se colaba por las ventanas.
No supe qué responderle. Me quedé mirando el techo, sintiendo cómo el sudor me recorría la frente y el corazón me latía con fuerza, pero no por amor, sino por miedo. Miedo a decir la verdad. Miedo a enfrentar lo que llevaba años ocultando incluso de mí mismo: ya no la amaba.
Lucía y yo llevábamos treinta y dos años casados. Nos conocimos en la universidad, cuando yo era un joven lleno de sueños y ella una muchacha risueña que bailaba cumbia mejor que nadie. Tuvimos dos hijos, Camila y Julián, y juntos construimos una vida sencilla pero digna. Trabajé como contador en una empresa de transporte; ella fue maestra de primaria hasta que la artritis le obligó a jubilarse antes de tiempo. Nuestra casa siempre estuvo llena de ruido, risas y peleas, como cualquier hogar costeño.
Pero con los años, la rutina se fue apoderando de nosotros. Las conversaciones se volvieron automáticas: “¿Ya pagaste la luz?”, “¿Qué hay para cenar?”, “¿Llamaste a Camila?”. Los silencios se hicieron más largos y pesados. Yo llegaba del trabajo cansado y me refugiaba en el televisor; ella se perdía entre novelas y llamadas con sus hermanas. A veces, cuando nos cruzábamos en el pasillo, sentía que éramos dos extraños compartiendo techo por costumbre.
La pregunta de Lucía esa noche fue como un disparo. No era la primera vez que lo insinuaba, pero sí la primera vez que yo sentí que no podía seguir huyendo. Me levanté de la cama y fui a la cocina a tomar agua. Miré las fotos familiares pegadas en la nevera: nosotros en Cartagena, los niños disfrazados en Halloween, Lucía con su sonrisa amplia y sincera. Sentí una punzada de culpa tan fuerte que casi me dobló.
Al día siguiente, en la oficina, no podía concentrarme. Mi compañero Óscar notó mi distracción.
—¿Te pasa algo, viejo? —me preguntó mientras revisábamos unos balances.
—No sé… creo que estoy cansado —le respondí, pero sabía que era mucho más que eso.
Esa tarde, antes de volver a casa, me senté en el malecón a ver el río Magdalena. Pensé en mi vida: ¿cómo llegué hasta aquí? ¿En qué momento dejé de amar a Lucía? ¿Fue cuando murió mi madre y sentí que nadie me entendía? ¿O cuando Julián se fue a vivir a Medellín y la casa se quedó vacía? ¿O simplemente fue el paso del tiempo?
La verdad es que no lo sé. Lo único cierto era ese vacío en el pecho cada vez que Lucía me abrazaba o intentaba besarme. Yo fingía cariño, pero por dentro solo sentía nostalgia por lo que fuimos y miedo por lo que vendría si le decía la verdad.
Esa noche, mientras cenábamos arroz con coco y pescado frito, Lucía volvió a intentarlo:
—Ernesto, ¿tú crees que todavía somos felices?
Me atraganté con una espina. Ella me miró fijamente, esperando una respuesta. No pude mentirle más.
—No lo sé, Lucía —dije bajito—. Siento que algo se rompió entre nosotros hace tiempo.
Ella dejó el tenedor sobre el plato y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Hay otra mujer?
Negué con la cabeza. No había nadie más. Ni aventuras ni mensajes secretos. Solo un cansancio profundo y una tristeza que no sabía cómo explicar.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Lucía apenas me hablaba. Camila llamó preocupada porque su mamá estaba rara; yo le dije que era solo estrés. Pero pronto las cosas explotaron.
Una tarde, Camila llegó sin avisar. Nos encontró en silencio en la sala.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz firme—. Mamá está llorando todo el día y tú pareces un fantasma.
Lucía rompió a llorar y yo sentí que me ahogaba en mi propia cobardía.
—Tu papá ya no me quiere —sollozó Lucía—. Dice que ya no siente nada por mí.
Camila me miró como si fuera un monstruo.
—¿Cómo puedes hacerle esto a mi mamá después de todo lo que han vivido juntos?
No supe qué decirle. Solo bajé la cabeza y sentí una vergüenza tan grande que quise desaparecer.
Los días se volvieron insoportables. Julián llamó desde Medellín para gritarme por teléfono:
—¡Papá, no seas egoísta! ¡Piensa en mamá! ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Dejarla sola después de tantos años?
La familia entera se volcó contra mí. Mis suegros dejaron de saludarme; mis cuñadas me insultaban por WhatsApp. En el barrio empezaron los chismes: “Ernesto dejó a Lucía porque seguro tiene otra”, “Ese hombre nunca fue agradecido”.
Pero lo peor era el vacío en casa. Lucía dormía en otro cuarto; apenas cruzábamos palabras para lo indispensable. Yo me sentía un traidor, pero también sentía alivio por haber dicho la verdad al fin.
Una noche salí a caminar por el barrio Viejo Prado. Vi parejas mayores sentadas en las terrazas, riendo juntas o simplemente compartiendo un café en silencio. Me pregunté si alguna vez volvería a sentir esa complicidad con alguien o si estaba condenado a la soledad por el resto de mi vida.
Intenté hablar con Lucía varias veces:
—Podemos ir a terapia —le propuse—. Tal vez podamos entender qué nos pasó.
Ella solo negó con la cabeza.
—No quiero obligar a nadie a quedarse conmigo —me dijo con voz quebrada—. Pero tampoco sé cómo vivir sin ti.
Esa frase me partió el alma. Porque yo tampoco sabía cómo vivir sin ella, aunque ya no la amara como antes.
Pasaron los meses y la tensión fue cediendo poco a poco. Camila dejó de hablarme por un tiempo; Julián solo llamaba para hablar con su mamá. Yo me refugié en largas caminatas por el malecón y en conversaciones con Óscar, quien también había pasado por un divorcio años atrás.
—La gente cree que uno deja de amar de un día para otro —me dijo Óscar una tarde—, pero eso es mentira. El amor se va muriendo despacito, como una vela que se apaga sin que uno se dé cuenta.
Empecé a ir a terapia solo. Descubrí cosas sobre mí mismo que nunca había querido ver: mi miedo al cambio, mi necesidad de aprobación familiar, mi incapacidad para pedir ayuda cuando la tristeza me ahogaba.
Un día, después de casi un año de distancia emocional, Lucía y yo nos sentamos en la terraza al atardecer. El cielo estaba naranja y los pájaros volaban bajo.
—Ernesto —me dijo suavemente—, creo que es hora de aceptar que nuestra historia cambió. No te guardo rencor… pero tampoco quiero seguir viviendo así.
Lloramos juntos por primera vez en mucho tiempo. No era rabia ni resentimiento; era duelo por lo que fuimos y aceptación de lo que ya no éramos.
Decidimos separarnos sin peleas ni abogados agresivos. Camila al principio no lo entendió; Julián vino desde Medellín para apoyarnos a ambos. Poco a poco, la familia fue aceptando nuestra decisión.
Hoy vivo solo en un pequeño apartamento cerca del río. Lucía sigue en nuestra casa; hablamos de vez en cuando sobre los nietos o sobre algún recuerdo bonito del pasado. A veces siento nostalgia, otras veces alivio. Pero sobre todo siento paz por haber sido honesto al fin.
Me pregunto si hice bien o si fui demasiado egoísta al buscar mi propia felicidad después de tantos años juntos. ¿Es justo romper una familia cuando el amor se acaba? ¿O es más cruel fingir toda una vida?
¿Ustedes qué harían si descubrieran que ya no aman a quien ha sido su compañero toda la vida? ¿Vale más la honestidad o el sacrificio por mantener una familia unida?