Adiós, pero no olvides tu basura: El día que Tomás encontró mi cabello en la silla
—¡¿Por qué siempre tienes que dejar tu basura por todos lados, Lucía?! —gritó Tomás, su voz temblando entre el enojo y la desesperación. El eco de sus palabras rebotó en las paredes desnudas del departamento, ahora casi vacío. Yo estaba parada en el umbral, con la maleta a medio cerrar y el corazón hecho trizas. Afuera, la lluvia golpeaba el ventanal como si quisiera colarse para ser testigo de nuestra última pelea.
No era la primera vez que discutíamos por algo así. Pero esta vez era diferente. Esta vez era el final. Tomás sostenía entre sus dedos un mechón de mi cabello castaño, enredado en la tela azul de la vieja silla del comedor. Lo agitaba como si fuera una prueba irrefutable de todos mis defectos, de todo lo que él ya no podía soportar.
—¿Sabes qué es esto? —me espetó, acercándose—. Es tuyo. Siempre dejas rastros, Lucía. Siempre te vas, pero nunca te vas del todo.
Sentí un nudo en la garganta. No era solo el cabello. Era todo lo que no habíamos dicho en tres años juntos: las promesas rotas, las tardes de silencio, los domingos de peleas por dinero y las noches en que yo lloraba en el baño para no despertarlo.
—No es solo un cabello, Tomás —susurré—. Es lo que queda cuando uno se va…
Él me miró con esos ojos oscuros que alguna vez me hicieron sentir segura. Ahora solo veía reproche.
—¿Y qué más vas a dejar? ¿Tus libros? ¿Tus cuentas sin pagar? ¿Tus recuerdos? —me lanzó la pregunta como si fuera una piedra.
Me senté en el borde de la cama, esa cama que habíamos comprado juntos en una oferta del Buen Fin, y pensé en todo lo que había dejado atrás: mi familia en Veracruz, mis sueños de estudiar literatura, mis amigas que ya casi no veía porque Tomás siempre decía que eran una mala influencia.
—No te preocupes —le dije al fin—. Me llevo todo lo mío. Incluso los recuerdos feos.
Pero él no quería soltar el tema. Caminó de un lado a otro como un león enjaulado.
—¿Sabes qué es lo peor? —dijo—. Que ni siquiera eres capaz de pedir perdón. Siempre te vas como si nada hubiera pasado.
Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos. No iba a llorar delante de él. No otra vez.
—¿Perdón por qué? ¿Por no ser la mujer perfecta? ¿Por no aguantar tus gritos cada vez que algo sale mal?
Él se detuvo en seco. Por un momento pensé que iba a golpear la pared, como hacía su papá cuando se peleaba con su mamá en su casa de Xalapa. Pero solo apretó los puños y bajó la cabeza.
—No sé en qué momento nos convertimos en esto —dijo, casi en un susurro.
El silencio se hizo pesado. Afuera, los truenos retumbaban como si el cielo también estuviera a punto de romperse.
Me levanté y empecé a guardar mis cosas: la bufanda que me tejió mi abuela antes de morir, el libro de poemas de Benedetti que me regaló mi hermana cuando cumplí veinte años, las fotos de nosotros sonriendo en la playa de Tuxpan cuando todavía creíamos que el amor era suficiente.
Tomás se sentó en la silla, esa misma donde encontró mi cabello, y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Te acuerdas cuando llegamos aquí? —me preguntó sin mirarme—. No teníamos ni para comprar una estufa y cocinábamos con un hornillo eléctrico…
Sonreí triste. Sí me acordaba. Y también me acordaba de cómo nos prometimos que nunca íbamos a pelear por tonterías.
—Las cosas cambian —dije—. Nosotros cambiamos.
Él levantó la cabeza y me miró con una mezcla de tristeza y rabia.
—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a volver con tu mamá? ¿O te vas a quedar con esa amiga tuya, Mariana?
Sentí el peso del juicio en su voz. Sabía que nunca le cayó bien Mariana porque ella siempre me decía que merecía algo mejor.
—No sé —admití—. Solo sé que no puedo seguir aquí.
Tomás se levantó bruscamente y tiró el mechón de cabello al suelo.
—¡Pues vete! Pero no olvides tu basura —escupió las palabras como veneno.
Me dolió más de lo que quería admitir. Pero también sentí alivio. Por fin se acababa esa guerra silenciosa donde nadie ganaba.
Mientras recogía mis cosas, recordé la última vez que hablé con mi mamá por teléfono. Me dijo: “Hija, uno puede perdonar muchas cosas, pero nunca debe perdonarse a sí misma por dejarse apagar”.
Miré a Tomás una última vez. Quise decirle tantas cosas: que lo quise mucho, que intenté ser feliz con él, que ojalá algún día pudiera perdonarnos a los dos. Pero solo atiné a decir:
—Cuídate mucho.
Salí al pasillo y sentí el aire frío en la cara. Bajé las escaleras con la maleta arrastrando y el corazón latiendo fuerte. Afuera, la ciudad seguía su curso: vendedores ambulantes gritando sus ofertas bajo la lluvia, niños corriendo descalzos entre los charcos, señoras apuradas con bolsas del mercado…
Me detuve bajo el toldo del edificio y respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía volver a empezar.
Esa noche dormí en el sillón de Mariana, rodeada de cajas y libros viejos. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Ya verás que todo va a estar bien, Lucía. Aquí tienes un hogar mientras encuentras el tuyo.
Lloré como no había llorado en años. Lloré por lo perdido y por lo ganado; por lo que fui y por lo que tal vez algún día seré.
Hoy escribo esto desde un pequeño cuarto rentado cerca del centro histórico. Trabajo en una cafetería y por las noches leo poesía para no olvidar quién soy. A veces me encuentro cabellos míos en lugares insospechados y sonrío pensando que siempre dejamos algo atrás, aunque queramos irnos limpios.
¿Será posible empezar de cero sin cargar con los fantasmas del pasado? ¿O estamos condenados a encontrar rastros de nosotros mismos donde menos lo esperamos?