Al final del camino: La soledad de Don Ernesto

—¿Por qué me trajeron aquí? —pregunté, con la voz quebrada, mientras veía a mi hija Mariana acomodar mis camisas en el pequeño armario del cuarto. Ella no respondió. Sólo bajó la cabeza y siguió doblando la ropa, como si no me hubiera escuchado. Afuera, el sol caía sobre los jardines del asilo San José, en las afueras de San Miguel de Tucumán, pero dentro de ese cuarto todo era frío y silencio.

Nunca pensé que terminaría mis días en un lugar así. Yo, Ernesto Ramírez, el hombre que levantó su casa ladrillo por ladrillo en el barrio La Costanera, que trabajó treinta años en la fábrica de azúcar para que a mis hijos no les faltara nada. ¿Y ahora? Ahora me miraba en el espejo y apenas reconocía al viejo de ojos tristes que me devolvía la mirada.

—Papá, es por tu bien —dijo Mariana al fin, con voz cansada—. Ya no podés estar solo. No después de lo que pasó con el gas.

Recordé el accidente: una noche olvidé cerrar la llave del gas y casi incendio la casa. Mi hijo mayor, Ricardo, fue quien me encontró desmayado en la cocina. Desde entonces, todo cambió. Ya no confiaban en mí. Me miraban como si fuera un niño torpe o, peor aún, una carga.

—¿Y por qué no puedo quedarme con vos? —insistí—. O con Ricardo… o con Lucía. ¿No hay lugar para mí en ninguna parte?

Mariana apretó los labios. —No digas eso, papá. Todos trabajamos. Los chicos… la escuela… No podemos cuidarte como corresponde.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era todo lo que quedaba de mi vida? ¿Convertirme en un estorbo para mis propios hijos?

Cuando Mariana se fue, me quedé solo con mis pensamientos y el olor a desinfectante del asilo. Afuera, algunos viejos jugaban a las cartas bajo la sombra de un árbol. Otros miraban la televisión sin entender nada. Yo sólo quería volver a mi casa, a mi sillón gastado, a los domingos de asado con toda la familia.

Pero esos domingos ya no existían. Desde que murió mi esposa, Teresa, todo se fue desmoronando poco a poco. Mariana se casó y se mudó lejos; Ricardo siempre estaba ocupado con su taller mecánico; Lucía apenas me llamaba una vez por semana desde Buenos Aires. La casa se llenó de silencios y recuerdos.

En el asilo, los días pasaban lentos y todos parecían arrastrar sus propias penas. Don Pedro lloraba todas las noches por un hijo que nunca venía a visitarlo. Doña Rosa hablaba sola en el jardín, repitiendo los nombres de sus nietos como una letanía. Yo escuchaba sus historias y sentía que todas se parecían a la mía.

Una tarde, mientras miraba por la ventana cómo caía la lluvia sobre los naranjos del patio, llegó Ricardo. Venía apurado, como siempre, con olor a grasa y manos ásperas.

—¿Cómo estás, viejo? —me preguntó sin mirarme a los ojos.

—¿Vos qué pensás? —le respondí—. ¿Te gustaría estar encerrado acá?

Ricardo suspiró y se sentó a mi lado.

—No es fácil para nosotros tampoco —dijo—. Hicimos lo mejor que pudimos…

—¿Lo mejor? ¿Dejarme acá es lo mejor?

—Papá… —Ricardo bajó la voz—. Cuando mamá murió vos cambiaste mucho. Te volviste duro… Nos gritabas por cualquier cosa…

Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. Sí, es cierto: después de perder a Teresa me volví amargo. Pero nadie me enseñó a vivir sin ella.

—¿Y vos creés que esto ayuda? —le pregunté—. ¿Creés que así voy a ser menos solo?

Ricardo no supo qué decir. Se levantó y me dio un abrazo torpe antes de irse.

Esa noche no pude dormir. Pensé en mis hijos cuando eran chicos: Mariana corriendo detrás de una pelota; Ricardo armando carritos de madera conmigo; Lucía bailando en el patio con su mamá. ¿En qué momento dejamos de ser una familia?

Los días siguientes fueron todos iguales: desayuno insípido, pastillas, charlas vacías con otros viejos rotos por dentro. A veces venía Lucía y me traía medialunas de Buenos Aires; otras veces Mariana me llamaba por videollamada para mostrarme a mis nietos corriendo por la casa nueva que yo nunca conocí.

Un día cualquiera, Don Pedro murió en su cama sin que nadie lo notara hasta la mañana siguiente. Nadie vino a buscar su cuerpo; sólo una ambulancia fría y dos enfermeros apurados. Me quedé mirando su cama vacía y sentí miedo: ¿así iba a terminar yo también?

Esa tarde llamé a Mariana.

—Hija… —le dije apenas contestó—. No quiero morir acá.

Ella lloró del otro lado del teléfono.

—Papá… no sé qué hacer…

—Sólo quiero verlos más seguido —le pedí—. No quiero regalos ni fiestas… sólo quiero sentirme parte de algo otra vez.

Esa llamada cambió algo en mi familia. Poco a poco empezaron a visitarme más seguido: Ricardo venía los sábados con empanadas; Lucía traía fotos nuevas de sus hijos; Mariana me leía cartas de mamá que encontró entre sus cosas viejas.

No era lo mismo que antes, pero al menos ya no me sentía invisible.

Un día le pregunté a Doña Rosa:

—¿Usted cree que uno puede perdonar a sus hijos por esto?

Ella me miró con ternura.

—Uno perdona porque ama —me dijo—. Y porque sabe que algún día ellos también estarán en este lugar.

Ahora paso las tardes sentado bajo el naranjo del patio, mirando cómo los nietos juegan cuando vienen de visita. A veces río; otras veces lloro en silencio por todo lo perdido y lo que nunca volverá.

Pero aprendí algo: al final del camino uno descubre si sembró amor o sólo miedo en el corazón de sus hijos.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez pensaron cómo quieren ser recordados por su familia? ¿Vale más el orgullo o el perdón cuando ya no queda mucho tiempo?