Amar después de los sesenta: La historia de Teresa

—¿De verdad, mamá? ¿A tu edad? —La voz de Marta retumbó en la sala, tan fría como el café que había dejado olvidado sobre la mesa.

Me quedé en silencio, apretando el borde del mantel con los dedos. Krystian, mi hijo menor, ni siquiera me miraba; revisaba su celular, fingiendo que no escuchaba. Yo tenía 63 años y acababa de confesarles que me había enamorado de nuevo. Después de siete años de viudez, después de noches interminables hablando con las paredes y con el retrato de Miguel, mi difunto esposo, por fin sentía que el corazón me latía distinto.

Pero ellos no lo entendían. Para ellos, yo era solo su madre, la abuela de sus hijos, la señora que siempre estaba disponible para cuidar a los nietos o prepararles tamales los domingos. No era una mujer con deseos, con sueños, con miedo a morirse sola.

—Mamá, no seas ridícula —insistió Marta—. Ese hombre solo quiere aprovecharse de ti. ¿No ves las noticias? Las señoras mayores siempre caen en esas trampas.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Tan poco me conocían? ¿Tan poco confiaban en mí?

La historia comenzó hace un año, cuando conocí a Ernesto en la fila del banco. Él tenía 65 años, viudo también, con una sonrisa tímida y manos grandes que temblaban al sostener los papeles. Me preguntó si podía ayudarlo a llenar un formulario y terminamos tomando un café en la plaza. Hablamos de todo: de nuestros hijos que ya no nos visitaban tanto, de los precios del mercado, de cómo la ciudad había cambiado desde que éramos jóvenes.

Ernesto no era Miguel. No tenía su voz grave ni su paciencia infinita. Pero tenía algo que yo necesitaba: atención. Me escuchaba. Me hacía reír. Me invitaba a bailar boleros en su sala los viernes por la tarde. Por primera vez en años, sentí que alguien me veía.

Pero cuando se lo conté a mis hijos, todo cambió. Marta dejó de llamarme todos los días. Krystian solo venía a dejarme a los niños y se iba rápido, como si mi casa estuviera contaminada por mi nueva felicidad.

—¿Y si te roba? —me preguntó Marta una tarde—. ¿Y si solo quiere tu pensión?

—No todo el mundo es así —le respondí—. Yo también tengo derecho a ser feliz.

Pero ella solo suspiró y me miró como si fuera una niña ingenua.

Las amigas del barrio tampoco ayudaron mucho. Un día, mientras compraba pan en la tienda de doña Rosa, escuché susurros detrás de mí:

—¿Ya viste a Teresa? Anda como quinceañera con ese señor…

—A esa edad ya deberían estar pensando en rezar, no en enamorarse…

Me dolió más de lo que esperaba. Volví a casa y lloré en silencio. Pensé en dejar a Ernesto, en volver a mi rutina gris y callada. Pero él llegó esa tarde con flores silvestres y una sonrisa nerviosa.

—¿Te pasa algo? —me preguntó.

Le conté todo: las palabras de mis hijos, las miradas de las vecinas, el miedo a hacer el ridículo.

Ernesto tomó mis manos entre las suyas.

—Teresa —me dijo—, la vida es demasiado corta para vivirla según las expectativas de otros. ¿No crees que merecemos otra oportunidad?

Esa noche no dormí. Pensé en mi vida antes: esposa abnegada, madre presente, empleada ejemplar en la municipalidad durante treinta años. Siempre cumpliendo con todos menos conmigo misma. ¿Por qué ahora que quería algo para mí tenía que sentir vergüenza?

Los días pasaron y decidí seguir viendo a Ernesto. Empezamos a salir al parque, a tomar helados como adolescentes, a ir al cine los miércoles porque era más barato. Poco a poco, algunos vecinos dejaron de saludarme; otros me miraban con lástima o burla.

Un domingo, Marta llegó sin avisar y me encontró bailando con Ernesto en la sala.

—¡Esto es una falta de respeto! —gritó—. Papá ni siquiera lleva diez años muerto…

Me quedé helada. Ernesto bajó la mirada y se despidió rápido.

Esa noche discutimos fuerte. Marta lloró y me dijo que estaba perdiendo a su madre; yo le grité que ella nunca había querido conocer a la mujer detrás del título de madre.

Pasaron semanas sin hablarnos. Krystian tampoco llamó. Me sentí más sola que nunca, pero también más libre. Empecé a escribir un diario; llené páginas enteras con recuerdos, sueños y miedos.

Un día Ernesto me propuso irnos juntos unos días al campo, a su pueblo natal en Veracruz. Dudé mucho; sentía culpa por dejar sola la casa, por alejarme de mis hijos y nietos aunque ellos ya casi no me buscaban.

Pero fui. Y allá, entre cafetales y gallinas al amanecer, recordé quién era yo antes de ser esposa o madre: una joven llena de ilusiones que bailaba cumbia hasta el amanecer.

Cuando regresé, Marta estaba esperándome en la puerta.

—Pensé que te había pasado algo —me dijo con voz temblorosa.

—Me pasó algo —le respondí—: volví a vivir.

Nos abrazamos largo rato. No fue fácil después; aún hay silencios incómodos y miradas duras en las reuniones familiares. Pero poco a poco mis hijos han entendido que no soy menos madre por querer ser feliz otra vez.

Hoy Ernesto y yo seguimos juntos. A veces salimos al parque y nos reímos cuando alguien nos mira raro; otras veces lloramos recordando lo mucho que nos costó llegar hasta aquí.

Me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que el amor no tiene edad? ¿Cuántas Teresas hay allá afuera esperando permiso para volver a soñar?