Amor, suegra y algoritmos: La batalla de mi vida
—¡¿Por qué siempre tienes que meterte en mi vida, mamá?! —grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro. Mi madre, doña Rosaura, no se inmutó; cruzó los brazos y me miró con esa mezcla de lástima y superioridad que tanto detestaba.
—Porque no quiero verte arruinado por una mujer que ni siquiera entiende nuestras costumbres, hijo. Jimena no es para ti —dijo, con esa voz cortante que usaba cuando ya había decidido que tenía la razón.
El ventilador del techo giraba lento, como si también estuviera cansado de escuchar siempre lo mismo. Afuera, el calor de Monterrey apretaba fuerte, pero adentro el ambiente era aún más sofocante. Jimena estaba en la cocina, fingiendo que no escuchaba, pero yo sabía que cada palabra le dolía.
—¿Y qué tiene de malo que Jimena sea ingeniera en sistemas? ¿Que trabaje con inteligencia artificial? ¡Eso no la hace menos mexicana ni menos digna! —repliqué, sintiendo cómo me temblaban las manos.
Mi madre bufó. —No es eso, hijo. Es que esa gente vive en otro mundo. ¿Tú crees que va a querer hijos? ¿Que va a querer quedarse aquí, en la colonia, cuidando a su marido como Dios manda? ¡No! Esas mujeres modernas sólo piensan en sus computadoras y sus robots!
Sentí un nudo en la garganta. No era la primera vez que discutíamos por esto. Desde que Jimena y yo nos conocimos en la universidad y empezamos a salir, mi madre había hecho todo lo posible por separarnos: comentarios pasivo-agresivos, chismes en la iglesia, hasta le habló a mi tía Leticia para que me convenciera de terminar con ella.
Pero lo peor vino cuando Jimena consiguió trabajo en una startup de inteligencia artificial. Mi madre estaba convencida de que eso era cosa del diablo. Decía que los robots iban a quitarnos el trabajo y que Jimena estaba ayudando a destruir el mundo.
Una tarde, llegué a casa y encontré a mi madre rezando frente a una estampita de la Virgen de Guadalupe. —¿Ahora qué pasa? —pregunté, cansado.
—Estoy pidiéndole a la Virgen que te abra los ojos antes de que sea tarde —me respondió sin mirarme.
Esa noche, Jimena lloró en mis brazos. —No sé cuánto más aguante esto, Luis. Yo te amo, pero tu mamá me odia. Siento que nunca voy a ser suficiente para ella.
La abracé fuerte. —No le hagas caso. Ella es así con todos. Pero yo te elijo a ti.
Pero las cosas empeoraron cuando Jimena me contó su nuevo proyecto: estaban desarrollando un algoritmo capaz de predecir patrones de violencia doméstica usando datos anónimos de redes sociales y llamadas al 911. Era un avance enorme para la seguridad pública, pero mi madre sólo vio peligro.
—¿Ves? ¡Eso es meterse en la vida de los demás! ¡Eso es jugar a ser Dios! —gritó mi madre cuando se enteró.
—¡Mamá, es para ayudar a las mujeres! ¿No entiendes? —le respondí, pero era como hablarle a una pared.
El colmo fue cuando mi madre le dijo a medio barrio que Jimena estaba espiando a todos con sus computadoras. De pronto, los vecinos nos miraban raro; algunos dejaron de saludarme. Un día, mientras caminaba al Oxxo, escuché a doña Chayo decirle a otra señora: «Ahí va el hijo de la bruja esa de los robots».
Jimena empezó a encerrarse más en su trabajo. Yo trataba de apoyarla, pero sentía que el mundo se nos venía encima. Una noche, después de una pelea especialmente dura con mi madre, Jimena me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Luis… ¿y si mejor me voy? No quiero ser la razón por la que tu familia te odie.
Me dolió escucharla decir eso. —No digas eso. Yo te amo. Si tengo que elegir entre tú y mi mamá…
Ella me interrumpió: —No quiero que elijas. Quiero que tu mamá entienda que no soy su enemiga.
Pero mi madre no quería entender. Un domingo, durante la comida familiar, soltó el comentario más cruel:
—¿Y si mejor buscas una muchacha normal? Mira a tu prima Mariana: ya va por el segundo hijo y su esposo está feliz porque ella se queda en casa.
Jimena se levantó de la mesa sin decir palabra. Yo exploté:
—¡Ya basta! ¡Si no puedes respetar a la mujer que amo, entonces no quiero volver a esta casa!
Mi madre se quedó helada. Mi abuela lloró. Mi tía Leticia intentó mediar: —Rosaura, ya deja al muchacho ser feliz…
Pero mi madre sólo murmuró: —Se va a arrepentir…
Esa noche empacamos nuestras cosas y nos fuimos a vivir juntos a un pequeño departamento cerca del centro. Al principio fue duro: apenas teníamos dinero y los comentarios del barrio nos seguían como sombras. Pero poco a poco fuimos construyendo nuestro propio hogar.
Jimena siguió creciendo en su trabajo; incluso fue invitada a dar una charla en la UNAM sobre ética e inteligencia artificial. Yo conseguí empleo como maestro en una secundaria técnica. Aprendimos a apoyarnos y a reírnos de los chismes.
Pero aún así, había noches en las que extrañaba a mi familia. A veces soñaba con mi madre abrazando a Jimena y aceptándola como parte de nuestra vida. Pero al despertar, sólo encontraba silencio.
Un día recibí una llamada urgente: mi madre había tenido un infarto. Corrimos al hospital y ahí estaba ella, pálida y frágil como nunca la había visto. Cuando abrió los ojos y vio a Jimena junto a mí, no dijo nada; sólo apretó su mano.
Durante su recuperación, Jimena fue quien más estuvo pendiente: le llevaba comida saludable, le explicaba cómo usar el celular para llamar al doctor, incluso le instaló una aplicación para recordarle sus medicinas.
Poco a poco, mi madre empezó a verla con otros ojos. Un día me dijo en voz baja:
—Tal vez me equivoqué contigo y con ella… Pero es difícil cambiar después de tantos años.
Le sonreí con lágrimas en los ojos. —Nunca es tarde para aprender algo nuevo, mamá.
Hoy vivimos todos juntos otra vez; no es perfecto, pero hemos aprendido a convivir. Mi madre sigue rezando por nosotros, pero ahora también le pide a la Virgen por el éxito del proyecto de Jimena.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias se destruyen por miedo al cambio? ¿Cuántos amores se pierden porque alguien no quiere abrir su corazón? ¿Y si todos intentáramos entender antes de juzgar?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?