Bajo el Mismo Techo: La Lucha de una Madre Soltera en el Corazón de México

—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —la voz áspera de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo trataba de no hacer ruido al dejar las bolsas del mercado sobre la mesa.

—Perdón, mamá, el camión se tardó y la niña se quedó dormida en mis brazos —respondí, sintiendo el sudor frío en la espalda. Mi hija, Valeria, apenas tenía tres años y ya conocía el peso del cansancio en los brazos de su madre.

Mi padre ni siquiera levantó la vista del noticiero. Desde que me convertí en madre soltera, su silencio era más duro que cualquier regaño. En nuestro barrio de Iztapalapa, ser madre sin marido era casi un pecado. «¿Dónde está el papá?», preguntaban las vecinas con esa mezcla de lástima y juicio. Nunca tuve valor para decirles que me abandonó cuando supo que estaba embarazada.

La vida bajo el mismo techo con mis padres era una batalla diaria. Mi madre me lo recordaba cada vez que podía:

—Si hubieras estudiado, si no hubieras sido tan ingenua…

Yo apretaba los dientes y me tragaba las lágrimas. No podía darme el lujo de quebrarme. Tenía que trabajar limpiando casas ajenas mientras mi madre cuidaba a Valeria. Cada peso que ganaba era contado y estirado hasta el límite. Había noches en que sólo había frijoles y arroz para cenar, y yo fingía no tener hambre para que mi hija comiera un poco más.

Un día, mientras limpiaba la casa de la señora Teresa en la colonia Del Valle, escuché una conversación que cambiaría mi vida. Ella hablaba por teléfono sobre un taller de repostería artesanal. Me acerqué con timidez:

—Disculpe, señora Teresa… ¿cree que podría asistir a ese taller?

Me miró sorprendida, pero luego sonrió:

—Claro, Mariana. Si quieres aprender, yo te ayudo con la inscripción.

Esa noche llegué a casa con una chispa de esperanza. Mi madre me miró con escepticismo:

—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a dejar el trabajo por andar jugando con pasteles?

—No, mamá. Pero quiero intentar algo diferente…

No dormí pensando en cómo pagaría el camión para ir al taller, pero al día siguiente, la señora Teresa me dio un billete doblado en la mano.

—Tómalo como inversión —me dijo guiñando un ojo.

El taller fue mi refugio. Entre harina y azúcar, sentí por primera vez en años que podía crear algo hermoso. Aprendí rápido y empecé a vender pasteles entre las vecinas del barrio. Al principio se burlaban:

—¿Quién va a comprarte a ti? Si ni horno tienes…

Pero poco a poco, con ayuda de una amiga que me prestó su horno viejo, los pedidos empezaron a llegar. Un cumpleaños aquí, una boda allá…

Mi padre seguía sin hablarme mucho, pero una tarde lo escuché decirle a un vecino:

—Mi hija hace unos pasteles bien buenos…

Sentí un nudo en la garganta. Era la primera vez que reconocía mi esfuerzo.

Pero no todo era dulce. Un día, mi ex apareció en la puerta. Olía a alcohol y traía esa sonrisa cínica que tanto odiaba.

—Vengo a ver a mi hija —dijo empujando la puerta.

Mi madre lo dejó pasar sin decir palabra. Valeria se escondió detrás de mí.

—No tienes derecho —le dije temblando.

—Es mi hija también —gritó él—. Y tú no eres nadie para negármela.

La discusión fue tan fuerte que los vecinos salieron a mirar. Sentí la vergüenza quemándome la piel. Esa noche lloré hasta quedarme dormida abrazando a Valeria.

Al día siguiente, decidí buscar ayuda legal. Fui al DIF y ahí conocí a otras mujeres como yo: madres solteras luchando contra el abandono y el machismo. Nos apoyamos mutuamente y juntas organizamos una pequeña cooperativa para vender nuestros productos.

Con el tiempo, mi negocio creció. Compré mi propio horno y logré mudarme con Valeria a un pequeño departamento. Mi madre lloró cuando le dije que me iba:

—No quiero que te vayas… Pero sé que necesitas tu espacio.

Mi padre me abrazó por primera vez en años:

—Estoy orgulloso de ti, hija.

Hoy doy charlas en escuelas y centros comunitarios sobre cómo salir adelante siendo madre soltera. Cada vez que veo a una mujer con miedo en los ojos, le digo: «Tú puedes. No estás sola».

A veces me pregunto si todo este dolor valió la pena. Pero luego veo a Valeria sonriendo mientras decora un pastel conmigo y sé que sí.

¿Hasta dónde somos capaces de llegar por nuestros hijos? ¿Cuántas veces más tendremos que romper el silencio para ser escuchadas? ¿Y tú, qué harías bajo el mismo techo?