Bajo el mismo techo: la traición de mi propia sangre

—¿Por qué lloras, Mariana? —me preguntó mi madre por teléfono, mientras yo intentaba contener el temblor en mi voz.

No podía decirle la verdad. No podía admitir que la persona a la que abrí las puertas de mi casa, mi propia prima Lucía, me había robado mucho más que unos cuantos billetes y unas joyas heredadas: me había quitado la paz, la confianza, el sentido de hogar.

Todo comenzó hace seis meses, cuando Lucía llegó desde Veracruz a la Ciudad de México con una maleta rota y los ojos llenos de miedo. «Mariana, no tengo a dónde ir. Mi papá está enfermo y mi mamá no puede ayudarme. Sólo tú me puedes salvar», me dijo entre sollozos en la terminal de autobuses. Yo nunca había dudado en ayudar a la familia. Mi abuela siempre repetía: «La sangre llama, y la familia nunca se abandona».

La recibí con los brazos abiertos. Le preparé el cuarto de huéspedes, le ofrecí mi ropa, compartí mi mesa. Al principio todo era armonía: cocinábamos juntas, veíamos telenovelas en las noches y hasta salíamos a vender empanadas para ayudarnos con los gastos. Lucía se convirtió en mi confidente, en la hermana que nunca tuve.

Pero poco a poco empecé a notar cosas extrañas. Un día faltó dinero de mi cartera; otro día, no encontré el anillo de mi abuela. Pensé que era mi descuido, que tal vez lo había dejado en otro lado. Pero las desapariciones continuaron: una blusa nueva, el perfume caro que me regaló mi novio, hasta una tarjeta bancaria que nunca apareció.

Una noche, después de una larga jornada en el hospital donde trabajo como enfermera, llegué a casa y encontré a Lucía hablando por teléfono en voz baja en el balcón. Cuando me vio, colgó rápido y fingió una sonrisa. «Era mi mamá», dijo. Pero su mirada esquivó la mía.

La tensión creció entre nosotras. Yo quería confiar, pero la duda me carcomía por dentro. Una tarde, mientras limpiaba su cuarto, encontré una bolsa escondida bajo la cama. Dentro estaban mis cosas: el anillo, el perfume, hasta unos dólares que guardaba para emergencias. Sentí un vacío en el estómago y las lágrimas me nublaron la vista.

Esa noche la enfrenté:
—¿Por qué hiciste esto, Lucía? ¡Eres mi familia!
Ella bajó la cabeza y murmuró:
—No sabes lo difícil que ha sido todo para mí… No quería hacerlo, Mariana. Pero necesitaba el dinero…

—¿Y por eso me robaste? ¿Por eso me mentiste todos estos meses?
—No lo entiendes… —su voz se quebró—. Nadie me ayuda, todos me dan la espalda. Pensé que tú nunca te darías cuenta…

La rabia y la tristeza se mezclaron en mi pecho. Quise gritarle, correrla de mi casa, pero algo dentro de mí se rompió. ¿Cómo podía ser tan ingenua? ¿Cómo podía alguien tan cercano traicionarme así?

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía se fue sin despedirse, dejando solo una nota: «Perdóname por todo. No merezco tu ayuda». Me quedé sola en un departamento frío y silencioso, mirando cada rincón con desconfianza.

Mi madre insistía en que le diera otra oportunidad: «Es tu sangre, Mariana. Todos cometemos errores». Pero yo ya no podía dormir tranquila. Revisaba dos veces las cerraduras antes de acostarme y escondía mis cosas más preciadas.

En el trabajo, mis compañeras notaron mi cambio:
—¿Te pasa algo? —me preguntó Carmen mientras tomábamos café en la sala de descanso.
—Nada… sólo estoy cansada —mentí.
Pero por dentro sentía una mezcla de vergüenza y dolor. ¿Cómo contarles que había sido traicionada por alguien tan cercano? ¿Cómo explicarles que ahora dudaba hasta de mi propia sombra?

Pasaron los meses y Lucía no volvió a buscarme. Supe por otros familiares que estaba viviendo con un hombre mayor en Xalapa y que seguía metida en problemas. Algunos decían que yo debía perdonarla; otros aseguraban que era mejor cortar todo contacto.

A veces me pregunto si fui demasiado buena o simplemente demasiado ingenua. En un país donde la familia es refugio pero también puede ser tormenta, ¿cómo distinguir entre ayudar y dejarse usar? ¿Dónde termina la solidaridad y empieza el abuso?

Hoy sigo mirando con recelo a quienes tocan mi puerta pidiendo ayuda. No quiero perder mi humanidad ni mi capacidad de confiar, pero tampoco quiero volver a sentirme tan vulnerable.

¿Será que la confianza es solo para los valientes? ¿O es simplemente un lujo que ya no podemos darnos en estos tiempos?