Bajo el yugo de Don Efraín: La casa que nunca fue hogar

—¡Ya te dije que esa olla no se toca, Mariana! —gritó Don Efraín desde la puerta de la cocina, su voz retumbando como trueno en la casa vieja de adobe.

Me quedé paralizada, con la cuchara de madera en el aire, el guiso hirviendo y el sudor pegado a la frente. Mi esposo, Julián, apenas levantó la mirada del periódico, como si no hubiera escuchado nada. Pero yo sabía que sí. Todos escuchábamos siempre a Don Efraín. Era imposible no hacerlo.

Cuando Julián perdió su trabajo en Guadalajara y las cuentas se amontonaron como piedras en el pecho, no tuvimos más remedio que aceptar la invitación —¿o era una orden?— de su padre para mudarnos a su casa en San Martín de Hidalgo. «Solo será un tiempo, mientras nos recuperamos», me prometió Julián, con esa voz cansada que ya no reconocía como la del hombre con quien me casé.

Pero los días se hicieron semanas, y las semanas meses. Y cada día bajo el techo de Don Efraín era una batalla silenciosa. Él era el dueño de todo: de la casa, del terreno, de los silencios y hasta del aire que respirábamos. Yo me sentía como una intrusa, una sirvienta sin salario ni descanso.

—¿Por qué no le contestas? —me susurró mi cuñada Lucía una tarde, mientras lavábamos los trastes en el patio.

—¿Y para qué? —le respondí—. ¿Para que me grite más fuerte?

Lucía bajó la mirada. Ella también vivía ahí, con sus dos hijos pequeños, después de que su esposo la abandonó. Éramos dos mujeres distintas, pero unidas por el mismo miedo: el miedo a Don Efraín.

Las reglas eran claras y cambiaban cada día según su humor: nadie podía usar la televisión después de las ocho; la comida debía estar lista a las dos en punto; los niños no podían hacer ruido; nadie podía salir sin avisar. Y si algo salía mal —un vaso roto, una puerta mal cerrada— el castigo era un sermón interminable o un portazo que hacía temblar las ventanas.

Una noche, mientras intentaba dormir junto a Julián en el cuarto pequeño que nos asignaron, le pregunté en voz baja:

—¿Hasta cuándo vamos a vivir así?

Él no respondió. Solo suspiró y me dio la espalda. Sentí una soledad tan honda que me dolió hasta el alma.

Al día siguiente, Don Efraín llegó temprano del campo. Traía barro en las botas y el ceño más fruncido que nunca.

—¿Quién dejó abierta la llave del agua? —tronó—. ¡Aquí nadie respeta nada! ¡Todo lo tengo que hacer yo!

Nadie contestó. Los niños se escondieron detrás de Lucía. Yo apreté los dientes y seguí pelando papas.

—Mariana, ¿me escuchaste? —insistió él, acercándose demasiado.

Sentí su aliento agrio en la nuca. Me temblaron las manos.

—Sí, Don Efraín. No volverá a pasar —dije bajito.

Él bufó y salió dando un portazo.

Esa tarde, mientras colgaba la ropa en el patio, Lucía se acercó con los ojos rojos.

—No aguanto más —me confesó—. Anoche le gritó a Toñito porque lloró por su papá. ¿Qué vamos a hacer?

La miré y sentí una rabia nueva creciendo dentro de mí. No podía seguir así. No podía permitir que mis hijos crecieran creyendo que eso era normal.

Esa noche hablé con Julián otra vez.

—Tenemos que irnos —le dije—. Aunque sea a rentar un cuartito en el pueblo. No me importa dormir en el suelo, pero no quiero seguir aquí.

Él me miró con ojos cansados.

—No tenemos dinero, Mariana. ¿A dónde vamos a ir?

—A donde sea menos aquí —le respondí con lágrimas en los ojos—. Prefiero vender tamales en la plaza que seguir viviendo bajo este yugo.

Julián guardó silencio largo rato. Al final asintió despacio.

Al día siguiente empecé a preparar tamales con Lucía. Vendimos algunos en la plaza del pueblo; no fue mucho, pero era algo nuestro. Cada peso ganado era un paso hacia la libertad.

Don Efraín se dio cuenta pronto.

—¿Y esas salidas? ¿Ya andan de callejeras? —nos gritó un día al vernos llegar con las ollas vacías.

—Estamos trabajando —le respondí por primera vez sin bajar la mirada.

Él me fulminó con los ojos.

—Mientras vivan bajo mi techo hacen lo que yo diga —sentenció.

Esa noche Julián me abrazó fuerte por primera vez en meses.

—Tienes razón —me dijo—. No podemos seguir así.

Con lo poco que juntamos, rentamos un cuarto pequeño cerca del mercado. No era mucho: paredes descascaradas, un colchón viejo y una estufa prestada. Pero era nuestro espacio, nuestro refugio lejos del grito constante de Don Efraín.

El primer día en nuestra nueva casa lloré de alivio y miedo al mismo tiempo. Julián consiguió trabajo cargando cajas en una bodega y yo seguí vendiendo tamales con Lucía. No fue fácil; hubo días sin comer carne, días de lluvia donde nadie compraba nada, días en que extrañaba hasta el olor a tierra mojada del patio de Don Efraín.

Pero cada noche dormía tranquila sabiendo que mis hijos podían reír sin miedo a ser callados, que podía cocinar lo que quisiera sin permiso ni reproches.

A veces Julián se sentaba conmigo en el umbral de la puerta y mirábamos las luces del pueblo titilar a lo lejos.

—¿Crees que algún día nos perdone mi papá? —me preguntó una noche.

Lo miré y le tomé la mano.

—No sé si él nos perdone —le dije—. Pero yo ya me perdoné por haber aguantado tanto tiempo.

Ahora entiendo que hay yugos invisibles más pesados que cualquier deuda o pobreza: el miedo, la costumbre, el qué dirán. Pero también sé que siempre hay una salida, aunque sea pequeña y llena de incertidumbre.

¿Ustedes qué harían? ¿Se atreverían a dejar todo atrás para recuperar su dignidad? ¿Cuántas Marianas hay todavía viviendo bajo el yugo de un tirano familiar?