Cada vez que mi yerno regresa a casa, tengo que esconderme: El dolor de una abuela mexicana
—¡Guadalupe, por favor, apúrate! Julián ya viene en camino —me susurró Mariana desde la cocina, con esa mezcla de urgencia y vergüenza que últimamente se le ha vuelto costumbre.
Yo apenas alcancé a guardar el rebozo y a recoger los juguetes de Emiliano del suelo antes de escuchar el portazo. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que Julián lo escucharía desde la entrada. Me escondí en el cuarto de servicio, entre el olor a cloro y las cajas viejas, mientras afuera escuchaba la voz grave de mi yerno preguntando:
—¿Otra vez estuvo tu mamá aquí?
El silencio de Mariana me dolió más que cualquier palabra. Me quedé quieta, conteniendo el llanto, mientras Emiliano corría por el pasillo gritando «¡Abu! ¡Abu!», sin entender por qué su abuela desaparecía cada vez que su papá llegaba.
No siempre fue así. Cuando Mariana era niña, yo era su refugio. Su papá nos dejó cuando ella tenía cinco años y desde entonces fuimos solo ella y yo, luchando juntas contra la vida en Iztapalapa. Trabajé de todo: vendí tamales en la esquina, lavé ropa ajena, limpié casas. Todo para que Mariana pudiera estudiar y soñar con una vida mejor.
Cuando conoció a Julián en la universidad, yo sentí alivio. Era un muchacho trabajador, hijo de comerciantes en Tepito, y parecía quererla bien. Pero después de casarse, algo cambió. Julián empezó a decir que «la casa es para la familia nuclear», que «las visitas deben ser ocasionales». Al principio pensé que era normal querer privacidad, pero pronto se volvió una regla no escrita: si Julián estaba en casa, yo no podía estar.
—Mamá, entiende —me decía Mariana con voz cansada—. Julián se estresa cuando hay gente. Dice que necesita descansar después del trabajo.
—¿Y yo? ¿No soy gente? ¿No soy tu madre? —le respondía yo, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.
Pero ella solo bajaba la mirada y me abrazaba rápido antes de cerrar la puerta.
Emiliano es mi sol. Tiene seis años y una risa que ilumina cualquier cuarto. Cuando lo cuido después de la escuela, jugamos a las escondidas, le enseño a hacer tortillas y le cuento historias de cuando su mamá era niña. Pero siempre llega ese momento: Mariana mira el reloj, suspira y me dice que ya es hora de irme.
Una tarde lluviosa, mientras recogía mis cosas para irme antes de que Julián llegara, Emiliano me abrazó fuerte y me preguntó:
—¿Por qué te vas siempre que llega mi papá?
No supe qué decirle. Solo lo abracé más fuerte y le prometí que siempre estaría para él.
Esa noche lloré en mi cuarto de azotea. Me sentí invisible, como si mi vida entera —todo lo que había hecho por Mariana— no valiera nada ahora que ella tenía su propia familia. Pensé en mi madre, en cómo ella vivió con nosotros hasta el final, rodeada de nietos y ruido. ¿En qué momento cambió todo? ¿Por qué ahora las abuelas somos un estorbo?
Un domingo, durante una comida familiar en casa de mi hermana Rosa, no pude más y exploté:
—¿Por qué tengo que esconderme como si fuera una ladrona? ¿Por qué mi hija me trata como si estorbara?
Rosa me tomó la mano y me dijo:
—Lupita, los tiempos han cambiado. Ahora los jóvenes quieren su espacio. Pero tú tienes derecho a ver a tu nieto y a tu hija.
Las palabras de Rosa me dieron valor. Al día siguiente, cuando fui por Emiliano a la escuela, decidí quedarme hasta que Julián llegara. Cuando escuché sus pasos en la entrada, sentí miedo pero también una fuerza nueva dentro de mí.
Julián entró y me miró con sorpresa y molestia:
—¿Qué hace usted aquí todavía?
Respiré hondo y le respondí:
—Estoy aquí porque soy la abuela de Emiliano y la madre de Mariana. No soy una extraña ni una intrusa.
Mariana apareció detrás de él, nerviosa. Julián me miró fijamente unos segundos antes de decir:
—Esta es mi casa y yo pongo las reglas.
Mariana intervino entonces:
—Julián, basta. Mamá tiene derecho a estar aquí. No quiero seguir viviendo entre dos fuegos.
El silencio fue pesado como plomo. Julián salió al patio sin decir nada más. Mariana se acercó a mí llorando y me abrazó fuerte.
—Perdóname, mamá —me susurró—. No quiero perderte.
Desde ese día las cosas no cambiaron del todo, pero al menos ya no tengo que esconderme como antes. Julián sigue siendo frío conmigo, pero Mariana ha empezado a defenderme más y Emiliano ya no pregunta por qué desaparezco.
A veces pienso en todas las abuelas mexicanas —y latinoamericanas— que viven algo parecido: amamos tanto a nuestros hijos y nietos que aceptamos cualquier humillación con tal de no perderlos. Pero ¿hasta cuándo debemos callar? ¿Hasta cuándo seremos invisibles en nuestras propias familias?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena luchar por un lugar en el corazón de quienes más amamos?