Caminos Cruzados: La Mañana que Cambió Todo
—¿No vas a levantarte, Julián? ¡Vas a llegar tarde! —le susurro con voz temblorosa, mientras lo sacudo suavemente del hombro. Él apenas gruñe y se da la vuelta, tapándose la cabeza con la almohada. El reloj del celular marca las 7:03. Es sábado. Me pregunto por qué diablos estoy despierta tan temprano si ni siquiera tengo que ir al trabajo hoy.
Me levanto despacio, tratando de no hacer ruido, pero el piso de madera cruje bajo mis pies. Camino hacia la cocina, preparo café y me siento frente a la ventana. Afuera, el cielo de Ciudad de México está gris y amenaza lluvia. Siento un nudo en el estómago. No sé si es por el clima o por la distancia que se ha instalado entre Julián y yo desde hace meses.
Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad. Él era el alma de las fiestas, siempre rodeado de amigos, y yo la que prefería leer en una esquina. Nos enamoramos porque éramos diferentes, o eso creímos. Ahora esas diferencias nos separan cada día más. Julián trabaja como conductor de Uber y yo soy maestra en una secundaria pública. Nuestros horarios nunca coinciden y cuando lo hacen, apenas hablamos.
—¿Por qué te levantas tan temprano si hoy no trabajas? —me pregunta mi hija Camila, entrando a la cocina con los ojos hinchados de sueño.
—No sé, hija. Supongo que ya me acostumbré —le respondo, forzando una sonrisa.
Camila se sirve cereal y se sienta a mi lado. Tiene quince años y últimamente apenas me habla. Está siempre pegada al celular, chateando con sus amigas o viendo videos en TikTok. A veces siento que también la estoy perdiendo a ella.
—¿Papá va a salir temprano? —pregunta sin mirarme.
—Sí, tiene que trabajar —respondo, aunque no estoy segura de que sea cierto. Últimamente Julián sale mucho y regresa tarde. Dice que son los viajes, pero yo sospecho que hay algo más.
El sonido del agua en la regadera me indica que Julián por fin se ha levantado. Siento una mezcla de alivio y enojo. ¿Por qué siempre tengo que estar pendiente de todo? ¿Por qué él puede ignorar los problemas mientras yo cargo con ellos?
Cuando sale del baño, lo espero en la puerta del cuarto.
—¿A qué hora piensas regresar? —pregunto, tratando de sonar casual.
—No sé, depende de cómo esté el tráfico —responde sin mirarme, buscando su camisa favorita entre el montón de ropa limpia que nunca dobla.
—Julián, tenemos que hablar —digo finalmente, sintiendo cómo se me quiebra la voz.
Él suspira y se detiene un momento.
—¿Otra vez lo mismo, Ema? Siempre quieres hablar cuando estoy apurado.
—Es que nunca tienes tiempo —le reprocho.
Él me mira por fin, con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura y ahora sólo me confunden.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que todo está mal? Ya lo sé. Pero no puedo hacer nada ahora —dice, poniéndose la camisa sin abotonar.
Me quedo callada. Siento ganas de llorar pero me aguanto. No quiero que Camila nos escuche pelear otra vez.
Julián sale apresurado, toma las llaves del coche y se despide con un beso rápido en la frente. Me quedo parada en la puerta, viendo cómo se aleja bajo la lluvia fina que empieza a caer.
Regreso a la cocina y encuentro a Camila mirando su celular.
—¿Todo bien con papá? —pregunta sin levantar la vista.
—Sí, hija. Todo bien —miento.
El día transcurre lento. Lavo ropa, limpio la casa y preparo comida para cuando Julián regrese. Camila sale con sus amigas al parque y yo me quedo sola, pensando en todo lo que hemos perdido como familia. Antes los sábados eran para ir al mercado juntos o ver películas en casa. Ahora cada quien vive en su propio mundo.
A las seis de la tarde Julián aún no regresa. Le llamo al celular pero no contesta. Mando un mensaje: «¿Vas a cenar en casa?» No hay respuesta.
La noche cae y Camila regresa con hambre. Cenamos juntas en silencio. De pronto me dice:
—Mamá, ¿ustedes se van a separar?
La pregunta me toma por sorpresa. Siento un escalofrío recorrerme el cuerpo.
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque ya no se hablan como antes… Y papá siempre está de malas o no está —responde encogiéndose de hombros.
No sé qué decirle. No quiero mentirle pero tampoco quiero asustarla.
—A veces las parejas pasan por momentos difíciles… Pero no te preocupes, pase lo que pase siempre vamos a estar contigo —le digo, acariciándole el cabello.
Camila asiente pero veo el miedo en sus ojos. Me siento culpable por no poder darle una familia feliz como la que soñé para ella.
A las once de la noche Julián finalmente llega a casa. Huele a perfume barato y trae una mancha de lápiz labial en el cuello de la camisa. Mi corazón se acelera pero trato de mantener la calma.
—¿Dónde estabas? —pregunto en voz baja para no despertar a Camila.
—Trabajando —responde sin mirarme.
—No mientas, Julián… Ya no somos unos niños —digo con lágrimas en los ojos.
Él se queda callado un momento y luego me mira con cansancio.
—No sé qué quieres que haga… Ya no soy feliz aquí —admite finalmente.
Siento como si el piso se abriera bajo mis pies. Todo lo que temía escuchar está ahí, dicho en voz alta por primera vez.
—¿Y Camila? ¿Y yo? ¿Qué vamos a hacer? —pregunto entre sollozos.
Julián baja la mirada y no responde. Se encierra en el cuarto y yo me quedo sola en la sala, abrazando mis rodillas mientras las lágrimas corren por mi cara.
Esa noche no duermo. Pienso en todo lo que hemos vivido juntos: los buenos momentos, las peleas, los sueños rotos. Me pregunto si alguna vez fuimos realmente compatibles o si sólo nos aferramos a una idea del amor que ya no existe.
Al amanecer salgo al balcón y respiro el aire fresco de la ciudad aún dormida. Decido que ya no puedo seguir viviendo así. No quiero ser una sombra en mi propia casa ni permitir que Camila crezca pensando que esto es normal.
Cuando Julián despierta le digo que necesitamos tiempo separados. Él asiente sin discutir. Camila llora cuando se lo contamos pero trato de explicarle que a veces separarse es mejor que vivir peleando todo el tiempo.
Los días siguientes son difíciles pero poco a poco empiezo a sentirme más ligera. Vuelvo a leer mis libros favoritos, salgo a caminar con Camila los domingos y hasta me animo a tomar clases de pintura en el centro cultural del barrio.
A veces Julián llama para preguntar por Camila y hablamos cordialmente. No sé qué pasará en el futuro pero por primera vez en mucho tiempo siento esperanza.
Me pregunto cuántas familias viven atrapadas en rutinas vacías por miedo al cambio o al qué dirán. ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener las apariencias? ¿O es mejor atreverse a buscar un nuevo camino aunque duela al principio?