Cansada del Conformismo de Mi Esposo: Una Historia de Amor y Desgaste en Ciudad de México

—¡Ya basta, Julián! No puedo más con esto —grité, mi voz temblando mientras las lágrimas me ardían en los ojos. El olor a café frío y pan duro llenaba la cocina, y Julián, sentado en la mesa con la mirada perdida en su celular, ni siquiera levantó la vista.

—¿Otra vez con lo mismo, Mariana? —respondió, suspirando como si yo fuera una carga más pesada que las cuentas sin pagar apiladas sobre el refrigerador.

Hace seis años, cuando nos casamos en una pequeña iglesia de Iztapalapa, todo parecía perfecto. Julián era el hombre más trabajador del mundo: taxista de día, ayudante de noche en el puesto de tacos de su primo Ernesto. Yo, recién graduada de contaduría, trabajaba medio tiempo en una papelería y gastaba mi sueldo en mis cosas: ropa, libros, a veces un helado en Coyoacán. Él nunca me pidió que aportara nada a la casa; decía que su deber era cuidarme y darme todo lo que necesitara.

Pero la vida no es una telenovela. Cuando nació nuestra hija Camila, las cosas empezaron a cambiar. Julián perdió el trabajo en el taxi porque la empresa quebró. Al principio, pensé que era temporal. Pero pasaron los meses y él simplemente… dejó de buscar. Se quedaba en casa viendo partidos o jugando con el celular. Yo tuve que buscar un trabajo de tiempo completo en una oficina del centro, viajando dos horas diarias en metro y microbús.

Las discusiones se volvieron rutina. «No hay trabajo, Mariana, ¿qué quieres que haga?» me decía, mientras yo llegaba agotada y encontraba la casa hecha un desastre. Mi mamá me aconsejaba paciencia: «Los hombres a veces se caen, hija. Hay que saber levantarlos». Pero yo sentía que me ahogaba en esa paciencia.

Un día llegué temprano porque la oficina cerró por un simulacro de sismo. Encontré a Julián dormido en el sillón, la televisión encendida y Camila jugando sola con una muñeca rota. Me senté a su lado y lo miré dormir. ¿Dónde estaba el hombre que conocí? ¿El que me prometió una vida mejor?

Esa noche intenté hablar con él:

—Julián, necesitamos hablar. No podemos seguir así. Camila necesita más cosas, yo no puedo sola…

Él se encogió de hombros:

—¿Y qué quieres que haga? No hay trabajo para nadie. Todos mis amigos están igual.

—Pero ellos buscan, Julián. Ernesto vende tacos hasta las tres de la mañana. Tu primo Toño lava coches en la colonia. Tú ni siquiera sales a buscar.

Se hizo un silencio pesado. Camila entró corriendo al cuarto con un dibujo: «Mira, mamá, es nuestra familia». En el papel estábamos los tres tomados de la mano, sonriendo bajo un sol amarillo. Sentí una punzada en el pecho.

Las semanas pasaron y mi frustración crecía. Empecé a sentirme sola aunque estuviera acompañada. Mis amigas del trabajo me decían que lo dejara, que yo podía sola. Pero no era tan fácil: ¿cómo romper una familia? ¿Cómo explicarle a Camila?

Una tarde, después de una pelea más fuerte que las anteriores, salí corriendo al parque con Camila. Me senté en una banca y lloré mientras ella jugaba con otros niños. Una señora mayor se sentó a mi lado y me preguntó si estaba bien. Le conté mi historia sin darme cuenta; necesitaba desahogarme con alguien que no me juzgara.

—Mija —me dijo—, los hombres a veces se acomodan porque saben que una los va a sacar adelante. Pero uno también tiene derecho a pedir ayuda. No cargue sola con todo.

Esa noche llegué decidida a hablar con Julián por última vez:

—O buscas trabajo o te vas —le dije con voz firme.

Él me miró sorprendido, como si nunca hubiera pensado que yo podría ponerle un límite.

—¿Me vas a dejar por eso? ¿Por no tener dinero?

—No es por el dinero, Julián —le respondí—. Es por tu falta de ganas. Por tu indiferencia. Por dejarme sola en esto.

Esa noche durmió en el sillón. Al día siguiente salió temprano y regresó tarde con olor a sudor y grasa: había ayudado a Ernesto en el puesto de tacos. Por primera vez en meses lo vi sonreír cansado pero satisfecho.

Pensé que todo iba a mejorar, pero fue solo un espejismo. A las dos semanas volvió a lo mismo: excusas, promesas vacías y largas horas frente al televisor.

Un domingo, mientras preparaba chilaquiles para el desayuno, Camila me abrazó por la cintura:

—Mami, ¿por qué siempre estás triste?

No supe qué responderle. Me sentí culpable por no poder darle la familia feliz del dibujo.

La gota que derramó el vaso fue cuando recibí una carta de desalojo: debíamos tres meses de renta. Julián ni siquiera se inmutó; dijo que seguro podíamos pedirle dinero prestado a mi papá.

Esa noche empaqué mis cosas y las de Camila mientras él dormía. Lloré en silencio para no despertarla. Al amanecer le dejé una nota:

«Julián,
No puedo seguir cargando sola con todo esto. Te amé mucho, pero necesito pensar en Camila y en mí. Ojalá algún día entiendas lo que perdiste.
Mariana»

Me fui a casa de mis padres con el corazón hecho trizas pero sintiendo un extraño alivio.

Hoy han pasado dos años desde esa noche. Trabajo mucho pero duermo tranquila. Camila sonríe más seguido y yo he aprendido a quererme otra vez.

A veces me pregunto si hice bien o mal al irme… ¿Cuántas mujeres viven lo mismo y callan por miedo o costumbre? ¿Hasta dónde debemos aguantar antes de elegirnos a nosotras mismas?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?