Cerré los ojos ante sus infidelidades — hasta que caí en la calle y descubrí quién realmente estaba a mi lado

—¿Otra vez llegas tarde, Galo? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara mientras el reloj marcaba las once y media de la noche. La casa estaba en silencio, salvo por el zumbido del ventilador y el eco de mis pensamientos. Galo dejó las llaves sobre la mesa sin mirarme, su camisa impregnada de un perfume que no era el mío.

No hacía falta que respondiera. Yo ya sabía la respuesta. Desde hace años, cada vez que él salía “a trabajar hasta tarde”, yo cerraba los ojos, apretaba los dientes y me repetía que lo hacía por nuestros hijos, por la familia, por no romper ese frágil espejismo de hogar que tanto me costó construir aquí en Quito.

Me llamo Mariana. Tengo 39 años y dos hijos: Luciana y Emiliano. Cuando me casé con Galo, soñaba con una vida sencilla, llena de amor y respeto. Pero la realidad fue otra. Las primeras veces que sospeché de sus infidelidades, me sentí morir por dentro. Pero después, como quien se acostumbra al frío, aprendí a soportarlo. Mi mamá siempre decía: “Una mujer debe aguantar por sus hijos”. Y yo le creí.

Pero esa noche, mientras fingía dormir a su lado, sentí una punzada en el pecho. No era solo tristeza; era rabia, impotencia, una sensación de estar perdiéndome a mí misma. Me pregunté si alguna vez él pensó en mí cuando estaba con otra mujer. Si alguna vez le dolió verme fingir sonrisas frente a los niños.

La rutina siguió igual durante meses. Yo me levantaba temprano, preparaba el desayuno, llevaba a los niños al colegio y luego iba a trabajar en la panadería de mi tía Rosa. Allí, entre el olor a pan recién horneado y las risas de las clientas, encontraba un poco de paz. Mi prima Camila siempre me decía:

—Mariana, tú vales mucho más de lo que crees. No tienes por qué aguantarle todo a Galo.

Pero yo solo sonreía y cambiaba de tema. ¿Cómo iba a dejarlo? ¿A dónde iría con dos niños pequeños? ¿Qué diría mi familia? En nuestro barrio, las mujeres separadas son vistas como un fracaso.

Todo cambió un martes lluvioso. Salí apurada del trabajo porque Luciana tenía fiebre y Galo no contestaba el celular. Corrí por las calles mojadas del centro, esquivando vendedores ambulantes y carros que salpicaban agua sucia. De pronto, resbalé en una baldosa rota y caí pesadamente al suelo. Sentí un dolor agudo en la pierna y un mareo que me nubló la vista.

La gente pasó a mi lado sin detenerse. Solo una señora se acercó:

—¿Está bien, mija? ¿Le ayudo?

No podía moverme. Lloré de dolor y rabia, sintiéndome más sola que nunca. Llamé a Galo una vez más. Nada. Llamé a Camila. Ella llegó en diez minutos, empapada pero preocupada.

—¡Mariana! ¿Qué te pasó?

Me llevó al hospital en taxi. Tenía una fractura en la pierna y debía guardar reposo al menos dos meses. Camila se quedó conmigo toda la noche. Me trajo ropa limpia, me ayudó a ir al baño, me consoló cuando no podía dejar de llorar.

Galo llegó al día siguiente, con cara de fastidio.

—¿Y ahora qué vas a hacer? No puedes trabajar ni cuidar a los niños…

No preguntó cómo me sentía ni me abrazó. Solo pensaba en los problemas que mi accidente le traería a él.

Durante esas semanas en cama, vi todo con otros ojos. Camila y mi tía Rosa se turnaban para cuidar a mis hijos y traerme comida. Mis amigas del barrio venían a visitarme y me hacían reír con sus historias. Galo cada vez venía menos; decía que tenía “mucho trabajo”. Una noche escuché a Luciana preguntarle:

—¿Por qué ya no te quedas con nosotros, papi?

Él solo suspiró y salió sin responder.

Fue entonces cuando entendí quién estaba realmente a mi lado: mi familia, mis amigas, mis hijos… todos menos él. Me di cuenta de que llevaba años sacrificando mi felicidad por alguien que ni siquiera se preocupaba por mí.

Cuando pude caminar con muletas, reuní el valor para hablar con Galo.

—Ya no quiero seguir así —le dije—. No quiero que mis hijos crezcan pensando que esto es amor.

Él no discutió. Solo asintió y se fue a dormir al sofá esa noche.

No fue fácil enfrentar los chismes del barrio ni las miradas de lástima de algunos familiares. Pero poco a poco aprendí a vivir para mí misma. Volví a trabajar en la panadería y empecé a estudiar repostería por las noches. Mis hijos están más tranquilos; Luciana ya no se enferma tanto y Emiliano sonríe más seguido.

A veces me pregunto por qué tardé tanto en abrir los ojos. ¿Por qué nos enseñan a aguantar lo inaguantable? ¿Cuántas mujeres más están viviendo lo mismo en silencio?

Hoy miro hacia atrás y sé que merezco ser feliz, aunque eso signifique empezar de nuevo sola. ¿Y tú? ¿Cuántas veces has cerrado los ojos ante lo que te duele por miedo a estar sola?