Cierro la puerta detrás de mí: la historia de una despedida inesperada
—Cierro la puerta detrás de mí porque ya no puedo mirarte más —dijo Julián, parado en el pasillo con su vieja maleta azul, la que siempre usaba para los viajes a casa de su madre en Santa Marta. No hubo gritos, ni llanto, ni siquiera un portazo. Solo ese silencio espeso que se cuela por las rendijas y se instala en el pecho como un animal dormido.
Treinta años juntos. Treinta años de café compartido en la terraza, de domingos viendo fútbol, de peleas por la plata y reconciliaciones en la cocina. Treinta años que se desvanecieron en una frase. Me quedé ahí, en el umbral, mirando cómo Julián bajaba las escaleras sin volver la vista atrás. Pensé en correr tras él, pedirle que se quedara, pero las piernas no me respondieron. ¿Cómo se pide a alguien que se quede cuando ya decidió irse?
La casa se sintió enorme esa noche. El eco de sus pasos aún flotaba en el aire. Me senté en la mesa del comedor, rodeada de las fotos familiares: Julián y yo en Cartagena, los niños pequeños en el parque Simón Bolívar, la boda de nuestra hija mayor, Camila. Todo parecía tan lejano, como si le perteneciera a otra mujer.
No dormí. Escuché el zumbido del ventilador y los perros ladrando a lo lejos. Pensé en llamar a mi hermana Lucía, pero era tarde y no quería preocuparla. Al amanecer, preparé café solo para mí. El aroma me trajo recuerdos de los primeros años con Julián: cuando no teníamos nada y soñábamos con tenerlo todo.
A media mañana llegó Camila con su hijo Mateo. —¿Mamá? ¿Qué pasó? Papá me escribió que necesitaba tiempo —dijo, abrazándome fuerte. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que después de tres décadas uno puede dejar de amar? ¿O que tal vez nunca supimos cómo amarnos bien?
Mateo jugaba con los carritos en la sala mientras Camila me miraba con esos ojos grandes, llenos de preguntas. —¿Discutieron? —insistió—. ¿Fue por lo del dinero? Sabes que puedo ayudarles si necesitan…
Negué con la cabeza. No era por la plata, aunque últimamente todo parecía girar alrededor de eso. La inflación, las cuentas atrasadas, el miedo a perder la casa. Pero había algo más profundo, algo que no sabía nombrar.
Esa tarde llamé a Julián. No contestó. Le mandé un mensaje: “¿Dónde estás? ¿Estás bien?” Solo respondió horas después: “Estoy en casa de mi mamá. Necesito pensar.”
Los días pasaron lentos. La rutina se volvió un castigo: lavar la ropa sin sus camisas, cocinar para uno solo, dormir en una cama demasiado grande. Mis amigas del barrio empezaron a preguntar por Julián. Inventé excusas: que estaba enfermo, que había viajado por trabajo. No quería enfrentar sus miradas de lástima.
Una noche, Lucía vino a visitarme con una botella de vino barato y su risa escandalosa. —¡Ese Julián siempre fue un terco! —dijo—. Pero tú eres fuerte, hermana. Has pasado cosas peores.
Me reí con ella, pero por dentro sentía un hueco imposible de llenar. Recordé cuando perdimos a nuestro primer hijo y cómo Julián me sostuvo durante meses. ¿En qué momento dejamos de sostenernos?
Las semanas se convirtieron en meses. Camila venía cada domingo con Mateo y trataba de animarme con chismes del barrio y recetas nuevas. Mi hijo menor, Andrés, llamó desde Buenos Aires para decirme que lo sentía mucho y que si quería podía irme a vivir con él un tiempo. Pero yo no quería dejar mi casa ni mis plantas ni los recuerdos que aún me quedaban.
Un día cualquiera, Julián apareció en la puerta sin avisar. Había envejecido en esos meses: las ojeras profundas, el cabello más canoso.
—¿Podemos hablar? —preguntó, sin mirarme a los ojos.
Nos sentamos en la terraza donde solíamos tomar café.
—No sé qué nos pasó —dije al fin—. No sé si fue el cansancio o el miedo o simplemente el tiempo.
Julián suspiró.—Yo tampoco lo sé. Solo sentí que me ahogaba aquí… Que ya no era yo mismo.
—¿Y ahora? —pregunté.
—No lo sé —repitió—. Solo sé que necesitaba irme para entenderlo.
Hablamos durante horas: de los hijos, del trabajo perdido durante la pandemia, del futuro incierto. Lloramos un poco, reímos otro tanto recordando viejas anécdotas.
Al final, Julián se levantó.—No sé si quiero volver… pero tampoco quiero perderte del todo.
Lo vi marcharse otra vez, esta vez sin maleta pero igual de decidido.
Ahora escribo estas líneas sentada en la misma terraza donde empezó todo y terminó todo. Aprendí a vivir sola: a cuidar mis plantas, a salir al mercado sin prisa, a disfrutar el silencio aunque duela.
A veces me pregunto si realmente conocemos a quienes amamos o si solo nos acostumbramos a su presencia hasta que un día dejan de estar ahí.
¿Es posible reconstruirse después del abandono? ¿O solo aprendemos a convivir con la ausencia?