Cinco años de deuda: Entre el amor y la justicia familiar
—¿Y entonces? ¿Vas a dejar que todo esto se olvide así nada más? —La voz de mi madre retumba en la cocina, mientras yo, con las manos temblorosas, intento servir el café sin derramarlo.
Cinco años han pasado desde aquella tarde en que mis suegros, Don Ernesto y Doña Marta, llegaron a nuestro pequeño departamento en el centro de Puebla. Recuerdo el sudor en la frente de Ernesto, el temblor en la voz de Marta. «Hija, necesitamos tu ayuda. La casa de Cuernavaca se está cayendo a pedazos y no tenemos a quién más recurrir». Yo estaba embarazada de seis meses, con los pies hinchados y el corazón dividido entre la compasión y el miedo.
El dinero era todo lo que teníamos: mis ahorros de años como maestra, el fondo de mi incapacidad por maternidad, lo que habíamos guardado para emergencias. Pero ellos eran familia. ¿Cómo decirles que no? Mi esposo, Alejandro, me apretó la mano bajo la mesa. «Si podemos ayudar, hay que hacerlo», susurró. Firmamos un papel sencillo, sin notario ni testigos, solo una promesa escrita con tinta azul y esperanza.
Los meses pasaron. Nació nuestra hija, Valeria, y con ella llegaron noches sin dormir y gastos inesperados. Cada vez que veía las fotos de la casa de Cuernavaca renovada en el Facebook de Marta, sentía una punzada en el pecho. «¡Gracias a Dios por los milagros!», escribía ella. Pero nunca mencionaba el préstamo.
Mi madre siempre fue directa. «Ese dinero era para tu hija. No puedes dejarlo pasar». Yo intentaba calmarla: «Mamá, son los papás de Alejandro. Seguro nos pagarán cuando puedan». Pero los años siguieron su curso y la deuda se volvió un fantasma silencioso entre nosotros.
Hasta hoy.
Alejandro me abrazó anoche en la cama, después de que Valeria se durmió. «Amor, mis papás no van a poder pagarnos. Han tenido problemas con la pensión y la salud de mi papá está peor. ¿Por qué no perdonamos la deuda? No quiero cargar con esto toda la vida».
Me quedé mirando el techo, sintiendo el peso de cada peso prestado. «¿Y Valeria? ¿Y nosotros? ¿No importa lo que sacrificamos?»
Esta mañana, mi madre vino temprano. No sé si Alejandro le contó o si simplemente lo intuyó, como hacen las madres mexicanas. «No puedes ser tan blanda, hija. Si fuera al revés, ¿tú crees que ellos te perdonarían una deuda así?»
La pregunta me taladró el alma. Recordé las veces que Marta me ha hecho sentir menos por no tener casa propia o por no poder llevar a Valeria a Disney como su prima Regina. Recordé también los abrazos sinceros de Ernesto cuando murió mi padre y cómo cuidaron a Valeria cuando tuve dengue.
En la mesa del desayuno, Alejandro y yo discutimos en susurros:
—No quiero pelear más por esto —me dijo—. Mis papás ya no tienen nada. ¿De verdad quieres exigirles?
—No es exigirles —respondí—. Es pedirles que reconozcan lo que hicimos por ellos. Que al menos lo hablen con nosotros.
Alejandro suspiró, derrotado.
Por la tarde, Marta me llamó para invitarme a Cuernavaca el próximo fin de semana. «Vamos a hacer una carne asada, hija. Que Valeria juegue en la alberca». Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo: esa casa renovada con nuestro dinero, ese silencio incómodo que nadie quiere romper.
Esa noche soñé que Valeria me preguntaba: «Mamá, ¿por qué abuela tiene una casa tan bonita y nosotros vivimos aquí apretados?» Me desperté llorando.
El domingo siguiente fuimos a Cuernavaca. La casa estaba impecable: paredes recién pintadas, jardín podado, alberca azul brillante bajo el sol del mediodía. Marta nos recibió con abrazos y Ernesto intentó bromear sobre su salud: «Ya ni para las medicinas me alcanza».
Durante la comida, mi madre —que nunca pierde oportunidad— soltó:
—Qué bonita quedó la casa… Lástima que algunos tengan memoria corta.
Marta se atragantó con el vino y Ernesto bajó la mirada.
Alejandro me miró suplicante: «Por favor…»
No aguanté más.
—Marta, Ernesto —dije con voz firme—. Hace cinco años les prestamos dinero porque los queremos y confiamos en ustedes. No les estoy pidiendo que nos paguen ahora si no pueden… pero sí necesito que reconozcan lo que hicimos por ustedes.
El silencio fue brutal. Solo se oía el canto de los pájaros afuera.
Marta empezó a llorar.
—Perdónanos, hija… Nos dio vergüenza hablarlo porque no hemos podido juntar nada. Pero nunca olvidamos lo que hicieron por nosotros.
Ernesto asintió, con los ojos húmedos.
—Si algún día podemos devolvérselos, lo haremos. Pero si no… espero que algún día puedan perdonarnos.
Alejandro me tomó la mano bajo la mesa y sentí cómo se deshacía un nudo en mi pecho.
De regreso a Puebla, mi madre iba callada en el asiento trasero. Al llegar a casa me abrazó fuerte:
—A veces hay cosas más importantes que el dinero… pero no dejes que te tomen por tonta nunca más.
Esa noche miré a Valeria dormir y pensé en todo lo que había perdido y ganado en estos años: confianza rota, resentimientos guardados… pero también compasión y una nueva forma de ver a mi familia política.
¿Vale más el dinero o la paz familiar? ¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestro bienestar por quienes amamos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?