Cinco años de silencio: ¿Qué pesa más, la sangre o la deuda?

—¿Y entonces, Lucía? ¿Vas a dejar que se salgan con la suya otra vez?— La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo con el que picaba cebolla. El olor me hacía arder los ojos, pero no tanto como sus palabras.

Cinco años atrás, cuando Julián y yo aún creíamos que el amor podía con todo, le prestamos a sus padres una suma que para nosotros era el futuro: los ahorros de nuestra vida, el dinero para la casa propia. Su papá, don Ernesto, había perdido el trabajo en la fábrica de Monterrey y su mamá, doña Rosa, apenas vendía dulces en la esquina. Julián lloró esa noche en mis brazos, temblando de miedo por sus padres. Yo lo abracé y le dije: “Somos familia, amor. Lo vamos a superar juntos”.

Pero hoy, cinco años después, la deuda sigue flotando sobre nosotros como una nube negra. Mi mamá me llama cada semana desde Guadalajara para recordarme que ese dinero era nuestro seguro, que no podemos dejarlo ir así nomás. “No seas tonta, Lucía. Si no lo reclamas tú, nadie lo hará”.

Julián, en cambio, se encierra en el baño cada vez que menciono el tema. A veces lo escucho llorar bajito, otras veces sale con los ojos rojos y me dice: “Ya basta, Lucía. Son mis padres. No puedo exigirles algo que no tienen”.

La tensión ha ido creciendo como una grieta en la pared. Ya ni siquiera cenamos juntos; él se queda viendo la tele en la sala y yo me encierro en el cuarto con mi celular, buscando respuestas en foros de internet donde otras mujeres cuentan historias parecidas. Pero ninguna respuesta me convence.

Una noche, después de una discusión especialmente amarga —mi madre al teléfono gritando que soy una cobarde y Julián tirando la puerta del baño—, decidí ir a ver a mis suegros. Tomé el camión a Apodaca bajo un cielo plomizo y llegué a su casa humilde, donde doña Rosa me recibió con un abrazo tembloroso.

—Ay, mija… sé por qué vienes —susurró ella mientras me servía café en una taza desportillada—. No tenemos cómo pagarte. Apenas nos alcanza para comer.

Vi a don Ernesto sentado en la mesa, mirando al suelo. Sus manos grandes y callosas temblaban sobre el mantel de plástico.

—No quiero pelear —dije con voz baja—. Pero tampoco puedo seguir así. Mi mamá me presiona todos los días… Julián está destrozado…

Doña Rosa se secó las lágrimas con el delantal.

—¿Y tú crees que nosotros dormimos tranquilos? Cada noche rezo para que Dios nos ayude a devolverte ese dinero… pero no hay trabajo para viejos como nosotros.

Salí de esa casa sintiéndome más vacía que nunca. Caminé hasta la parada del camión mientras el sol caía sobre los techos de lámina. Pensé en mi mamá, tan dura y orgullosa; en Julián, tan noble y roto; en mí misma, partida entre dos lealtades imposibles.

Esa noche, Julián me esperó despierto.

—¿Fuiste a verlos? —preguntó sin mirarme.

—Sí —respondí—. No tienen nada, Julián. Nada.

Se quedó callado un rato largo. Luego se acercó y me tomó la mano.

—Perdón —susurró—. Perdón por haberte metido en esto.

Lloramos juntos en silencio. Por primera vez en meses sentí que todavía quedaba algo entre nosotros.

Pero al día siguiente mi mamá volvió a llamar. Esta vez estaba más furiosa que nunca.

—¡No puedes dejarte pisotear así! ¡Ese dinero era tuyo! ¿Qué vas a hacer cuando te enfermes o cuando Julián te deje? ¡Piensa en ti!

Colgué sin responderle. Me senté en la cama y miré las paredes vacías del departamento. Pensé en todo lo que habíamos sacrificado: las vacaciones que nunca tomamos, los muebles viejos que seguimos usando, los sueños postergados año tras año.

Esa noche le propuse a Julián una última opción:

—Hablemos con tus padres y hagamos un acuerdo formal. Que nos paguen aunque sea poco a poco… lo que puedan.

Julián asintió con resignación. Al día siguiente fuimos juntos a Apodaca. Don Ernesto firmó un papel tembloroso: “Me comprometo a pagar mil pesos al mes hasta saldar la deuda”.

No era mucho, pero era algo. Mi mamá no quedó conforme; dijo que era una burla. Pero yo sentí alivio por primera vez en años.

Sin embargo, la herida sigue ahí. Cada vez que veo a mis suegros siento culpa y compasión al mismo tiempo. Cada vez que hablo con mi mamá siento rabia y vergüenza. Julián y yo seguimos juntos, pero algo se rompió entre nosotros: la confianza ciega de antes ya no existe.

A veces me pregunto si valió la pena ayudar a la familia a costa de nuestra propia paz. ¿Hasta dónde llega el deber con los tuyos? ¿Cuándo es justo decir basta?

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían una deuda así por amor o exigirían justicia aunque duela?