Cortando el pasto encontré el amor: la historia de Julián y lo que buscó toda su vida
—¡Julián! ¡No te olvides de afilar bien la guadaña! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo me ponía las botas aún medio dormido. El gallo ni siquiera había cantado y ya sentía el peso del día sobre los hombros. En el campo de Misiones, Argentina, la vida empieza antes que el sol.
Salí al patio con la guadaña al hombro. El rocío mojaba mis pies y el aire olía a tierra húmeda. Mi madre, Marta, siempre decía que si no cortábamos el pasto temprano, las vacas no tendrían qué comer cuando llegara el invierno. Ella era dura, pero su dureza venía del miedo: miedo a la escasez, miedo a que yo terminara como mi padre, que se fue una mañana y nunca volvió.
Mientras caminaba hacia la loma, pensaba en todo lo que me faltaba. Tenía 28 años y seguía viviendo con mi madre, trabajando la tierra que apenas nos daba para sobrevivir. Mis amigos de la infancia se habían ido a Buenos Aires o a Paraguay buscando un futuro mejor. Yo me quedé porque no podía dejarla sola, aunque a veces sentía que mi vida era solo una sucesión de días iguales.
El sol empezaba a asomar cuando llegué al borde del campo. Me agaché para afilar la guadaña y sentí un nudo en el estómago. No era hambre; era esa sensación de vacío que me acompañaba desde hacía años. Empecé a cortar el pasto, cada golpe era un intento de olvidar mis frustraciones.
De pronto, escuché una voz detrás del alambrado:
—¿Te ayudo? —dijo una chica con acento paraguayo. Tenía el cabello oscuro recogido en una trenza y los ojos más vivos que había visto nunca.
Me sobresalté. No esperaba ver a nadie tan temprano, mucho menos a alguien tan joven y sonriente.
—No hace falta, gracias —respondí, tratando de sonar seguro.
—Mi abuela dice que dos manos trabajan mejor que una —insistió ella, saltando ágilmente el alambrado.
Así conocí a Lucía. Su familia había llegado hacía poco desde Encarnación, escapando de la sequía y buscando trabajo en las yerbateras. Ella venía todos los días a buscar leña cerca de nuestro campo.
Al principio solo conversábamos mientras yo cortaba el pasto y ella juntaba ramas. Me contaba historias de su pueblo, de cómo extrañaba el río Paraná y las fiestas patronales. Yo le hablaba de mi padre ausente y de mi madre, que nunca sonreía.
Poco a poco, Lucía se volvió parte de mis mañanas. Cuando ella no venía, el campo parecía más gris y el trabajo más pesado. Una tarde, mientras descansábamos bajo un árbol, me preguntó:
—¿Nunca pensaste en irte?
—A veces —le confesé—. Pero siento que si me voy, todo esto se cae. Mi mamá…
Lucía me miró con ternura:
—A veces hay que pensar en uno mismo también.
Esa noche no pude dormir. Las palabras de Lucía resonaban en mi cabeza. ¿Y si tenía razón? ¿Y si estaba desperdiciando mi vida por miedo?
Los días pasaron y nuestra amistad creció. Pero también crecieron los problemas en casa. Mi madre empezó a notar mi ausencia en las tardes y su carácter se volvió más áspero.
—¿Con quién andás tanto tiempo? —me interrogó una noche mientras cenábamos sopa de mandioca.
—Con Lucía —respondí sin rodeos.
Su cara se endureció.
—No quiero problemas con esa gente —dijo en voz baja—. Bastante tenemos con lo nuestro.
Me dolió escucharla hablar así. Sabía que su desconfianza venía del miedo y del cansancio, pero no podía permitir que decidiera por mí otra vez.
Al día siguiente busqué a Lucía y le conté lo que había pasado.
—Mi mamá no quiere que te vea —le dije, sintiendo vergüenza.
Ella bajó la mirada pero luego sonrió:
—No te preocupes. Mi abuela dice que cuando algo es verdadero, ni la lluvia ni el viento lo pueden romper.
Esa frase me dio fuerzas. Decidí enfrentar a mi madre esa misma noche.
—Mamá —le dije mientras lavábamos los platos—, yo quiero estar con Lucía. No es justo que decidas por mí toda la vida.
Ella dejó caer un plato al suelo y se quedó en silencio largo rato. Luego se sentó y empezó a llorar como nunca antes la había visto.
—Tengo miedo de perderte como perdí a tu papá —susurró entre sollozos.
Me arrodillé a su lado y la abracé. Por primera vez entendí su dolor: no era odio ni rechazo, era puro miedo a quedarse sola.
Pasaron semanas difíciles. Mi madre apenas hablaba y yo me sentía dividido entre ella y Lucía. Pero poco a poco las cosas cambiaron. Un día Lucía vino a casa con su abuela para traer chipá casero. Mi madre las recibió con frialdad al principio, pero después de probar el chipá y escuchar las historias de doña Rosa sobre Encarnación, algo en ella se ablandó.
Con el tiempo, Lucía se volvió parte de nuestra familia. Empezamos a trabajar juntos en el campo; ella traía ideas nuevas para sembrar mandioca y criar gallinas. Mi madre empezó a sonreír más seguido y yo sentí por primera vez que tenía un hogar completo.
Un año después, Lucía y yo nos casamos bajo un árbol de lapacho florecido. Toda la comunidad vino a celebrar; hubo música chamamé, asado y baile hasta el amanecer.
Hoy escribo esto mirando el campo verde desde nuestra casa sencilla pero llena de vida. A veces pienso en todo lo que tuve que perder para encontrar lo que realmente buscaba: un lugar donde sentirme amado y libre.
¿Será que todos necesitamos pasar por el dolor para encontrar nuestro verdadero camino? ¿Y ustedes, qué estarían dispuestos a arriesgar por amor?