Creí que tenía el yerno perfecto: hasta que me cobró por cuidar a mi nieta
—¿Cuánto dices que me vas a pagar, doña Marta? —me preguntó Julián, con esa sonrisa torcida que nunca había notado antes.
Me quedé helada. El reloj marcaba las seis de la tarde y el sol de Medellín se colaba por la ventana, tiñendo la sala de un naranja triste. Mi nieta, Sofía, jugaba en el suelo con sus muñecas, ajena al terremoto que se avecinaba en nuestra familia. Yo había venido a su casa como siempre, con la ilusión de pasar la tarde con ella mientras mi hija, Camila, trabajaba en el hospital. Pero esa tarde, Julián me esperaba en la puerta con una actitud diferente.
—¿Cómo así? —le respondí, sintiendo que el corazón se me apretaba—. ¿Pagar por qué?
—Por cuidar a Sofía, doña Marta. Usted sabe que Camila y yo estamos apretados de plata. Y pues… si usted quiere venir a verla tanto, podría ayudarnos con algo para los gastos. No es fácil criar una niña hoy en día.
Sentí que me faltaba el aire. ¿Acaso no era suficiente todo lo que había hecho por ellos? ¿No era yo la que les llevaba mercado cuando las cosas estaban difíciles? ¿No fui yo quien cuidó a Camila sola durante años, después de que su papá nos abandonó? Ahora mi propio yerno me ponía precio.
—Julián, yo no soy niñera —le dije, tratando de mantener la voz firme—. Soy la abuela de Sofía.
Él se encogió de hombros y se fue a la cocina. Camila llegó una hora después, agotada y con ojeras. Cuando le conté lo sucedido, bajó la mirada y murmuró:
—Mamá… entiéndelo. Julián está estresado. El trabajo no le rinde y… bueno, tú sabes cómo está todo de caro.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunté, sintiendo las lágrimas ardiendo en mis ojos.
—No sé —susurró—. Solo quiero evitar problemas.
Esa noche volví a mi apartamento en el centro con el alma hecha trizas. No dormí. Pensé en mi hija pequeña, en cómo solíamos reírnos juntas viendo novelas, en los sacrificios que hice para que pudiera estudiar medicina. Pensé en Sofía, en sus manitas tibias cuando me abraza fuerte. Y pensé en Julián, ese hombre que al principio me pareció tan atento y trabajador, pero que ahora me veía como una billetera ambulante.
Pasaron los días y no volví a su casa. Camila me llamaba menos. Sofía me mandaba audios diciendo que me extrañaba. Yo lloraba en silencio mientras preparaba café para dos, aunque solo estuviera yo.
Una tarde de domingo, Camila llegó sin avisar. Tenía los ojos hinchados y traía a Sofía dormida en brazos.
—Mamá… —dijo entre sollozos—. Me peleé con Julián. Me dijo que si no te cobraba a ti, tendría que buscar otra forma de conseguir plata… hasta pensó en vender la moto.
La abracé fuerte. Sentí su dolor como si fuera mío. Pero también sentí rabia: rabia por ella, por mí, por todas las mujeres que cargamos con el peso de la familia mientras otros solo piensan en cuentas y excusas.
—Camila, hija… uno no le pone precio al amor —le dije—. Yo cuido a Sofía porque la amo, porque eres mi hija. No porque espere nada a cambio.
Ella asintió y lloramos juntas mucho rato. Esa noche se quedaron conmigo. Sofía despertó y corrió a abrazarme:
—Abu, ¿por qué no vienes más?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña de cinco años que los adultos a veces dejamos que el orgullo y el dinero nos separen?
Los días siguientes fueron un torbellino: Julián llamaba a Camila exigiendo que volviera; ella dudaba, pero cada vez estaba más firme en su decisión de quedarse conmigo un tiempo. La familia de Julián empezó a hablar mal de mí en el barrio: que yo era una metida, que quería destruir su matrimonio.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mi vecina Olga hablando con otra señora:
—¿Supiste lo de Marta? El yerno le cobra por cuidar a la nieta… ¡Qué descaro!
Sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo. Pero también sentí alivio: no estaba loca por sentirme herida.
Un día Julián apareció en mi puerta. Venía solo, con la cara demacrada.
—Doña Marta… perdóneme —dijo bajando la cabeza—. Me equivoqué. Es que… no sé manejar la presión. El trabajo está mal y pensé que así podía ayudar… pero solo logré alejarla a usted y a Camila.
Lo miré largo rato antes de responder:
—Julián, todos cometemos errores. Pero hay cosas que no se pueden comprar ni vender: el amor de una madre, el cariño de una abuela…
Él asintió y se fue sin decir más. No sé si algún día podré mirarlo igual.
Hoy Camila sigue conmigo; está buscando trabajo extra para salir adelante sola si hace falta. Sofía ríe otra vez en mi casa y yo siento que recuperé un pedazo de mi vida. Pero algo cambió para siempre: ahora sé que hasta las familias más unidas pueden romperse por cosas tan frías como el dinero.
A veces me pregunto: ¿cuántas abuelas más estarán pasando por lo mismo? ¿Cuántas familias se rompen por orgullo o necesidad? ¿Vale la pena sacrificar el amor por unas cuantas monedas?