Cuando cerré los ojos ante sus traiciones: la caída que me abrió los ojos

—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Javier? —le pregunté con la voz temblorosa, mientras trataba de no mirar el reloj que marcaba las dos de la madrugada. Él ni siquiera me miró, solo dejó caer las llaves sobre la mesa y murmuró algo sobre una reunión en la oficina. Yo sabía que mentía. Lo sabía desde hacía años. Sabía de los mensajes escondidos, de los perfumes ajenos en su ropa, de las llamadas cortadas cuando yo entraba a la habitación. Pero me quedaba callada. Por mis hijos, por la casa, por ese miedo absurdo a quedarme sola en un mundo donde ser madre soltera todavía es motivo de chisme y compasión.

Me llamo Mariana Torres y nací en un barrio humilde de Medellín. Mi mamá siempre decía que una mujer debe aguantar por el bien de la familia, que los hombres son así y que lo importante es que no falte el pan en la mesa. Yo crecí creyendo eso, hasta que conocí a Javier en la universidad. Era atento, cariñoso, me hacía sentir especial. Nos casamos jóvenes y pronto llegaron nuestros hijos: Camila y Tomás. Al principio todo era felicidad, pero con los años Javier cambió. O tal vez siempre fue así y yo no quise verlo.

Las primeras veces que sospeché de sus engaños me convencí de que era mi imaginación. Pero cuando encontré un recibo de hotel en su chaqueta, ya no pude negarlo más. Aun así, decidí quedarme. «Por los niños», me repetía cada noche mientras lloraba en silencio en el baño para que nadie me escuchara.

La rutina se volvió mi refugio y mi prisión. Me levantaba temprano, preparaba desayunos, llevaba a los niños al colegio y luego trabajaba medio tiempo en una papelería del barrio. Javier llegaba cada vez más tarde, cada vez más distante. Mis amigas me decían que lo enfrentara o que lo dejara, pero yo solo sonreía y cambiaba de tema. ¿A dónde iba a ir? ¿Cómo iba a mantener sola a mis hijos? ¿Qué iban a decir mis padres?

Todo cambió un martes lluvioso de septiembre. Salí corriendo del supermercado porque se me había hecho tarde para recoger a Camila del colegio. La acera estaba mojada y resbalosa. Sentí cómo mi pie se deslizaba y antes de darme cuenta estaba en el suelo, con un dolor insoportable en la pierna. La gente se acercó a ayudarme; algunos llamaron a una ambulancia. Recuerdo el frío del asfalto y el sonido lejano de las sirenas.

En el hospital, entre el dolor y la confusión, lo primero que hice fue llamar a Javier. No contestó. Llamé tres veces más antes de dejarle un mensaje: «Me caí, estoy en el hospital San Vicente». Esperé horas mirando la puerta, esperando ver su silueta aparecer. Pero quien llegó fue mi hermana Lucía, con el rostro preocupado y los ojos llenos de lágrimas.

—¿Dónde está Javier? —me preguntó ella mientras me acomodaba la sábana.
—No sé… le avisé —respondí con un nudo en la garganta.

Esa noche, mientras Lucía se quedaba conmigo y mis hijos dormían en su casa, entendí todo. No era solo que Javier no estuviera ahí; era que nunca había estado realmente presente cuando más lo necesitaba. Recordé todas las veces que me sentí sola, todos los cumpleaños olvidados, todas las excusas vacías.

Al día siguiente finalmente apareció Javier, con cara de cansancio y olor a cigarrillo barato.
—Perdón, se me complicó todo en el trabajo —dijo sin mirarme a los ojos.
—¿En serio? —le respondí con una calma extraña—. Porque yo estuve aquí toda la noche pensando si alguna vez te importé realmente.

No hubo respuesta. Solo silencio.

Los días siguientes fueron una mezcla de dolor físico y emocional. Lucía se encargó de los niños y mi mamá vino desde Bello para ayudarme en casa. Vi cómo mi familia se organizaba para apoyarme sin pedir nada a cambio, mientras Javier seguía ausente o presente solo por compromiso.

Una tarde, mientras Camila me peinaba sentada al borde de la cama, me preguntó:
—Mami, ¿por qué papá ya no sonríe contigo?
Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.
—A veces los adultos se olvidan de cómo ser felices —le respondí con una sonrisa forzada.

Esa noche tomé una decisión. No podía seguir viviendo así, ni por mis hijos ni por nadie. No quería que Camila creciera pensando que debía aguantar lo inaguantable por miedo o costumbre. No quería que Tomás creyera que ser hombre era sinónimo de irresponsabilidad o desamor.

Cuando finalmente pude caminar con muletas, reuní a Javier en la sala.
—Quiero separarme —le dije sin rodeos—. Ya no puedo más.
Él se quedó mudo unos segundos antes de empezar a justificarse: que estaba estresado, que las cosas iban a cambiar, que pensara en los niños.
—Justamente por ellos lo hago —le interrumpí—. Porque merecen ver a su mamá feliz y fuerte, no rota por dentro.

La separación fue dura. Mis padres al principio no lo entendieron; mi mamá lloró días enteros diciendo que estaba destruyendo mi hogar. Pero poco a poco vieron cómo cambié: cómo volví a reírme con mis hijos, cómo recuperé mi trabajo y hasta empecé a estudiar por las noches para terminar mi carrera.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de cuánto tiempo perdí fingiendo una felicidad que no existía. Mi caída en la calle fue dolorosa, pero también fue mi salvación. Me enseñó quiénes estaban realmente a mi lado y quién solo era una sombra en mi vida.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres siguen callando por miedo? ¿Cuántas siguen cerrando los ojos ante lo evidente? ¿Vale la pena vivir una vida prestada solo por miedo al qué dirán?