¿Cuándo dejamos de vernos?

—¿De verdad te vas a tardar tanto, Julián? —grité desde la cocina, mientras el vapor del café recién hecho se mezclaba con el olor a jabón y cereal derramado.

No era la primera vez que la mañana se convertía en una carrera contra el reloj. Mi hija Sofi, de apenas cinco años, se retorcía en mis brazos, medio dormida, mientras yo intentaba lavarle la carita con una mano y preparar su lonchera con la otra. Julián, mi esposo, llevaba quince minutos encerrado en el baño. El agua corría y yo solo podía imaginarlo revisando su celular, ajeno al caos que reinaba afuera.

—¡Mamá, el vaso! —chilló Sofi justo cuando mi codo chocó con la taza de cerámica azul que tanto me gustaba. El estruendo del vaso al romperse fue como una alarma que sacudió la casa.

Julián apareció en la puerta, con el ceño fruncido y el cabello aún mojado.

—¿Qué pasó ahora?

—¿Puedes cargar a Sofi un momento? Tengo que recoger esto antes de que se corte —le pedí, conteniendo las ganas de llorar.

Él tomó a nuestra hija sin decir palabra. Me agaché a recoger los pedazos del vaso, sintiendo cómo el cansancio me pesaba en los hombros. Mientras barría los fragmentos, vi mi reflejo en la puerta del microondas: ojeras profundas, cabello recogido a medias, una camiseta vieja manchada de leche.

Recordé cómo Julián solía mirarme cuando éramos novios. Cómo me decía que le encantaba mi sonrisa, cómo me buscaba entre la multitud solo para tomarme de la mano. Ahora, parecía que solo me veía cuando algo salía mal.

—¿Ya está lista Sofi? —preguntó Julián desde el comedor, sin mirarme.

—Sí, ya pueden desayunar —respondí, tragando saliva.

Mientras ellos comían, yo seguí limpiando. Escuché a Julián decirle a Sofi:

—Come rápido, princesa, que hoy tengo junta temprano.

Princesa. Así le decía a nuestra hija. A mí ya no me decía nada. Ni un «buenos días», ni un «¿cómo dormiste?». Solo instrucciones y recordatorios. Me sentí invisible. Como si fuera parte del mobiliario de la casa.

Cuando salieron rumbo al trabajo y a la escuela, me quedé sola en la cocina. El silencio era tan pesado como mi tristeza. Me senté en la mesa y vi el teléfono: ningún mensaje de Julián. Solo notificaciones del grupo de mamás del kínder y promociones del supermercado.

Me pregunté cuándo fue que dejamos de vernos. Cuándo pasamos de ser pareja a ser solo padres y compañeros de casa. ¿Fue cuando nació Sofi? ¿O antes? ¿En qué momento dejé de arreglarme para él? ¿O fue él quien dejó de buscarme?

Ese día, después de dejar a Sofi en el kínder, pasé por el mercado y me encontré con Lupita, una vecina que siempre tiene algo que decir.

—¡Ay, Reina! Te ves cansadísima —me soltó sin filtro.

—Sí, ha sido una semana pesada —respondí, forzando una sonrisa.

—¿Y Julián? ¿Te ayuda o solo es bueno para regañar?

Me reí nerviosa. No supe qué contestar. ¿Ayuda? Sí, pero solo cuando se lo pido. Y siempre parece molesto. Antes era diferente.

Esa tarde, mientras preparaba la comida, Julián llegó antes de lo habitual. Se sentó en el sillón y encendió la televisión sin saludarme.

—¿Todo bien? —le pregunté desde la cocina.

—Sí —respondió seco.

Me acerqué y me senté junto a él. Sentí su incomodidad.

—Julián… ¿te acuerdas cuando íbamos al parque los domingos? —intenté iniciar una conversación.

Él asintió sin despegar los ojos del celular.

—¿No crees que podríamos hacerlo otra vez? Salir los tres…

—Estoy cansado, Reina. El trabajo está pesado y tú sabes cómo está la situación —me interrumpió.

Me quedé callada. Sentí un nudo en la garganta. Quise decirle tantas cosas: que yo también estaba cansada, que necesitaba sentirme vista, amada… pero no pude. Me levanté y regresé a la cocina.

Esa noche, mientras Sofi dormía y Julián revisaba correos en la laptop, me miré al espejo del baño. Me pregunté si realmente había dejado de ser atractiva para él o si simplemente habíamos dejado de vernos como pareja.

Al día siguiente, decidí hacer algo diferente. Me arreglé un poco más: me puse un vestido bonito y me maquillé ligeramente. Cuando Julián bajó a desayunar, noté que me miró un segundo más de lo habitual.

—Te ves… diferente —dijo, casi sorprendido.

—Gracias —respondí con una sonrisa tímida.

Sofi brincó a mis brazos y me llenó de besos pegajosos de mermelada. Por un instante sentí esperanza.

Pero la rutina volvió a imponerse: prisas, tráfico, juntas virtuales y tareas escolares. Los días pasaron y ese pequeño destello se desvaneció entre pendientes y silencios incómodos.

Una tarde escuché a Julián hablando por teléfono en el patio:

—No sé… siento que ya no es lo mismo con Reina…

Mi corazón se detuvo. No quise escuchar más. Me encerré en el baño y lloré en silencio para no preocupar a Sofi.

Esa noche enfrenté a Julián:

—¿Ya no me quieres? —pregunté con voz temblorosa.

Él guardó silencio unos segundos eternos.

—No es eso… Solo estoy cansado. Siento que todo es rutina…

—¿Y crees que yo no estoy cansada? —le respondí con rabia contenida—. Pero aquí sigo, luchando por nosotros…

Nos miramos largo rato. Por primera vez en mucho tiempo vi tristeza en sus ojos. Nos abrazamos torpemente y lloramos juntos.

Esa noche hablamos como no lo hacíamos desde hacía años: de nuestros miedos, frustraciones y sueños olvidados. Decidimos buscar ayuda: terapia de pareja, tiempo para nosotros mismos y pequeños detalles diarios para recordarnos por qué nos elegimos alguna vez.

No fue fácil ni rápido. Hubo días buenos y otros peores. Pero poco a poco aprendimos a vernos otra vez: no solo como padres o compañeros de casa, sino como pareja.

Hoy miro a Julián mientras juega con Sofi en el parque y siento gratitud por no habernos rendido. Pero también miedo: ¿cuántas parejas se pierden así, sin darse cuenta? ¿Cuándo fue la última vez que viste realmente a quien amas?