Cuando el abuelo eligió a la vecina: una herida que no cierra
—¡No puede ser, abuelo! ¿Cómo pudiste hacerle esto a mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras el eco de mis palabras rebotaba en las paredes de la vieja casa en San Miguel de Tucumán. El aire olía a café recién hecho y a reproche. Mi madre, Lucía, lloraba en silencio en la cocina, apretando el delantal como si pudiera exprimir de él alguna explicación.
Mi nombre es Ivana. Crecí en una familia donde los domingos eran sagrados y el mate circulaba entre risas y anécdotas. Pero todo cambió el día que mi abuela, Carmen, falleció. El dolor nos unió por un tiempo, pero pronto se transformó en un abismo. Mi abuelo Ernesto, siempre tan recto y cariñoso, empezó a cambiar. Se encerraba en su cuarto, apenas comía y evitaba mirarnos a los ojos.
Un día, al volver del colegio, lo vi sentado en la galería con doña Rosa, la vecina de al lado. Ella era viuda desde hacía años y siempre traía empanadas para compartir en las fiestas patrias. Nunca fue parte de la familia, pero tampoco una extraña. Sin embargo, esa tarde los vi tomados de la mano. Me quedé paralizada.
—Ivana, vení —me llamó mi abuelo con una voz que no reconocí—. Quiero que conozcas a alguien importante para mí.
No supe qué decir. Solo asentí y me fui corriendo a mi cuarto. Esa noche escuché a mamá discutir con él:
—¿Cómo podés pensar en otra mujer tan pronto? ¡Mamá ni siquiera lleva un año bajo tierra!
—Lucía, no entendés… No quiero estar solo —respondió él, casi suplicando.
Las semanas pasaron y los encuentros con doña Rosa se hicieron cotidianos. Mi abuelo empezó a vestirse mejor, a salir más seguido. Mi madre se hundía en el trabajo y mi hermano menor, Tomás, se refugiaba en los videojuegos para no escuchar los gritos.
La noticia llegó como un balde de agua fría: el abuelo iba a casarse con doña Rosa. No hubo charla previa ni explicación; solo una invitación formal dejada sobre la mesa del comedor. Mamá rompió a llorar y yo sentí una rabia sorda crecer dentro mío.
El día de la boda fue gris. Nadie de la familia asistió. Los vecinos cuchicheaban detrás de las cortinas y yo me sentí traicionada por todos: por él, por ella, por el silencio cómplice del barrio. Después del casamiento, el abuelo dejó de visitarnos. Cambió su testamento y puso la casa a nombre de doña Rosa. Mamá intentó hablar con él varias veces, pero siempre recibía la misma respuesta:
—Ya tomé mi decisión. No quiero más problemas.
La familia se quebró como un vaso caído al suelo. Las fiestas se volvieron silenciosas; nadie mencionaba al abuelo. Yo lo extrañaba, pero también lo odiaba por elegirla a ella antes que a nosotros. Me preguntaba si alguna vez pensó en el daño que nos hacía.
Pasaron los años y la herida seguía abierta. Un día recibí una llamada inesperada:
—Ivana, soy Rosa… Ernesto está muy enfermo. Quiere verte.
Mi corazón latió con fuerza. Dudé en ir, pero algo dentro mío necesitaba respuestas. Cuando llegué a la casa —la que alguna vez fue nuestro refugio— lo encontré pálido y débil en la cama.
—Perdoname, hija… —susurró— No supe cómo vivir sin tu abuela. Rosa me salvó de la soledad, pero nunca quise perderlos a ustedes.
Lloré como no lo hacía desde niña. No sé si lo perdoné del todo, pero entendí su miedo a la soledad, ese monstruo silencioso que acecha a tantos viejos en nuestro país. Cuando murió, Rosa me abrazó fuerte:
—Él te amaba mucho, Ivana. Solo estaba roto por dentro.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas familias se rompen por decisiones así? ¿Es justo juzgar a quienes buscan consuelo después de una pérdida? ¿O deberíamos aprender a hablar más sobre el dolor y menos sobre el qué dirán?
¿Ustedes qué harían si su abuelo eligiera a otra persona antes que a su propia sangre? ¿El amor justifica todo? Los leo.