Cuando el aire pesa: una mañana en la casa de los Ramírez

El silbido del agua hirviendo fue apenas un susurro temeroso en la cocina. Me quedé quieta, con los pies descalzos sobre las baldosas frías, mirando el vapor que se escapaba tímidamente de la tetera. El aire estaba tan cargado que sentía cómo me apretaba el pecho, como si la casa entera contuviera la respiración esperando una tormenta.

—¿Vas a quedarte ahí parada todo el día, Lucía? —La voz de mi madre, Teresa, cortó el silencio como un cuchillo. No era un grito, pero llevaba esa dureza que sólo ella sabía usar cuando estaba a punto de explotar.

No respondí. Sólo apreté más fuerte la taza entre mis manos, como si el calor pudiera protegerme de lo que estaba por venir. Afuera, el cielo estaba gris y pesado, igual que el ambiente dentro de nuestro pequeño departamento en el centro de Guadalajara.

Mi hermana menor, Camila, apareció en la puerta con los ojos hinchados. Había llorado otra vez. Desde que papá se fue hace dos meses, las lágrimas eran parte del desayuno. Mamá fingía no verlo, pero yo sentía cómo su rabia crecía cada día, como una olla de presión a punto de estallar.

—¿Otra vez llegaste tarde anoche? —preguntó mamá sin mirarme. Su voz temblaba apenas, pero yo lo noté. Siempre lo notaba.

—Estaba estudiando con Mariana —mentí. En realidad, había salido a caminar sola por el parque, tratando de entender por qué papá nos había dejado sin decir adiós.

Mamá soltó una risa amarga.

—¿Estudiando? ¿O buscando a tu padre? Porque si lo encuentras, dile que aquí no se le espera.

Camila bajó la mirada y yo sentí una punzada en el estómago. Nadie hablaba de papá desde que se fue con esa mujer del trabajo. Pero su ausencia era como una sombra que se colaba por cada rendija de la casa.

—No es justo —susurró Camila—. Él debería estar aquí.

Mamá giró hacia ella con los ojos llenos de furia y tristeza.

—¡No digas su nombre! Aquí sólo estamos nosotras. ¡Él ya no existe!

El silencio volvió a caer, más pesado que antes. Me pregunté si alguna vez podríamos volver a ser una familia normal, o si estábamos condenadas a vivir entre reproches y recuerdos rotos.

Me serví café y me senté junto a Camila. Le tomé la mano bajo la mesa. Estaba fría y temblorosa.

—Vamos a estar bien —le susurré—. Te lo prometo.

Pero ni yo misma me creía esas palabras.

El teléfono sonó de repente, haciéndonos saltar a las tres. Mamá contestó con voz seca.

—¿Bueno?… Sí, soy yo… ¿Qué?… No, no puede ser…

Su rostro se descompuso mientras escuchaba al otro lado. Colgó sin decir nada y se apoyó en la pared como si fuera a desmayarse.

—¿Qué pasó? —pregunté alarmada.

Mamá tardó en responder. Finalmente murmuró:

—Era del hospital… Tu padre tuvo un accidente.

El mundo se detuvo por un instante. Camila rompió a llorar y yo sentí que el piso desaparecía bajo mis pies.

—¿Está… está bien? —balbuceé.

Mamá negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas que no quería dejar salir.

—No lo sé… sólo dijeron que vayamos.

Nos vestimos en silencio, cada una perdida en sus pensamientos. El trayecto al hospital fue eterno; el tráfico de la ciudad parecía burlarse de nuestra angustia. Nadie habló durante el camino. Yo miraba por la ventana, recordando las veces que papá me llevaba al parque los domingos y me compraba helado de mango. ¿Cómo podía odiarlo y extrañarlo al mismo tiempo?

Al llegar al hospital, una enfermera nos llevó a una sala pequeña y fría. Papá estaba allí, inconsciente, rodeado de máquinas que pitaban suavemente. Tenía moretones en el rostro y una venda en la cabeza.

Mamá se quedó parada en la puerta, temblando. Camila corrió a su lado y le tomó la mano.

—¿Por qué vinimos? —susurró mamá—. Él nos dejó…

Me acerqué despacio a la cama de papá. Su respiración era débil pero constante. Sentí una mezcla de rabia y compasión tan intensa que tuve que morderme los labios para no llorar.

—Papá… —dije apenas—. ¿Por qué hiciste esto?

No hubo respuesta, sólo el pitido monótono del monitor cardíaco.

La doctora entró y nos explicó que había tenido un accidente en moto; estaba grave pero estable. Nos miró con compasión y nos dejó solas otra vez.

Mamá se sentó junto a la cama y por primera vez en meses dejó caer las lágrimas sin vergüenza.

—No sé si puedo perdonarte —le dijo a papá entre sollozos—. Pero tampoco puedo odiarte para siempre.

Camila apoyó su cabeza en mi hombro y yo la abracé fuerte. En ese momento entendí que el dolor no desaparece sólo porque uno lo ignora; hay que enfrentarlo, aunque duela más que cualquier herida física.

Esa noche volvimos a casa sin respuestas, pero algo había cambiado entre nosotras. Mamá me abrazó antes de dormir y Camila sonrió por primera vez en semanas.

Al día siguiente, mientras preparaba café en la misma cocina donde todo había empezado, pensé en lo frágil que es la vida y en cómo un solo momento puede cambiarlo todo.

¿Será posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces? ¿O estamos destinadas a vivir siempre bajo el peso del pasado? ¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre perdonar o seguir adelante solos?