Cuando el Amor de Madre No Alcanza: La Historia de Elena y Radu

—¡Radu! ¡Por favor, abre la puerta! —grité, golpeando con fuerza la madera vieja, mientras el sudor frío me recorría la espalda. Era la tercera vez esa semana que lo encontraba encerrado en su cuarto, con la música a todo volumen y el olor inconfundible de marihuana mezclado con algo más fuerte.

No era la primera vez que sentía ese miedo en el pecho, ese terror de madre que te hace imaginar lo peor. Pero esa tarde, mientras los vecinos murmuraban desde sus patios en Tegucigalpa, supe que algo había cambiado. Ya no era solo un muchacho rebelde; era un joven perdido en una oscuridad que yo no podía entender.

—¡Déjame en paz, mamá! —su voz, ronca y quebrada, me atravesó como un cuchillo.

Me apoyé contra la pared, sintiendo cómo las lágrimas me ardían en los ojos. Recordé cuando Radu era pequeño y corría por el patio con su pelota de trapo, riendo a carcajadas. ¿En qué momento se había roto todo?

Mi esposo, Mauricio, siempre decía que era solo una etapa. «Los muchachos de ahora son así, Elena. No seas exagerada.» Pero yo veía las señales: las noches sin dormir, el dinero que desaparecía de mi cartera, los amigos nuevos que nunca saludaban. Y sobre todo, esa mirada vacía en los ojos de mi hijo.

Una noche, después de una pelea especialmente dura —gritos, insultos, un vaso roto contra la pared—, Mauricio me miró cansado desde la mesa.

—No podemos seguir así. O lo internamos o nos va a destruir a todos.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Internarlo? ¿Mi Radu? ¿El niño que yo había criado con tanto amor y sacrificio? Pero al ver sus brazos llenos de marcas y sus ojos perdidos, supe que ya no podía protegerlo solo con cariño.

Llamé a mi hermana Lucía. Ella siempre fue mi roca.

—Elena, no es tu culpa —me dijo al otro lado del teléfono—. Aquí en el barrio todos conocemos a alguien que ha caído en eso. Pero si no haces algo ahora, lo vas a perder para siempre.

La decisión fue como arrancarme un pedazo del alma. Llevé a Radu a una clínica en las afueras de la ciudad. Recuerdo su mirada de odio cuando firmé los papeles.

—¡Me estás traicionando! ¡Eres peor que todos! —me gritó mientras los enfermeros lo sujetaban.

Esa noche no dormí. Escuchaba en mi mente sus gritos una y otra vez. Mauricio trató de consolarme, pero yo solo quería desaparecer.

Los días siguientes fueron un infierno. Los vecinos cuchicheaban: «La señora Elena no pudo con su hijo». Mi madre me llamaba llorando: «¿Cómo pudiste hacerle eso?» Incluso en la iglesia sentía las miradas de lástima o juicio.

Pero lo peor era el silencio de Radu. No me llamaba, no quería verme. Cada visita era una batalla: él sentado al borde de la cama, mirando al suelo, negándose a hablarme.

—¿Por qué no me dejaste morir? —me dijo una vez, con los ojos llenos de lágrimas y rabia.

Sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos. ¿Cómo puede una madre soportar escuchar eso?

Pasaron los meses. Radu tuvo recaídas; una vez escapó y lo encontramos tirado en un parque, sucio y temblando. Cada vez que sonaba el teléfono en la madrugada, mi alma se congelaba pensando en la peor noticia.

Un día, después de una sesión familiar en la clínica, el psicólogo me miró con seriedad.

—Señora Elena, usted ha hecho todo lo posible. Pero debe entender que la recuperación depende de él. Usted no puede salvarlo sola.

Salí de ahí sintiéndome vacía. ¿De qué servía tanto amor si no podía protegerlo? ¿Para qué había trabajado tantos años vendiendo pupusas en el mercado, ahorrando cada lempira para darle un futuro mejor?

Una tarde lluviosa, Radu regresó a casa por unos días. Lo encontré sentado en la cocina, mirando por la ventana.

—Mamá —dijo en voz baja—, ¿tú crees que algún día voy a salir de esto?

Me senté a su lado y le tomé la mano. Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi hijo estaba ahí conmigo, aunque fuera solo por un instante.

—No lo sé, hijo —le respondí con honestidad—. Pero aquí voy a estar mientras tú quieras luchar.

Lloramos juntos esa tarde. No hubo promesas ni finales felices. Solo dos personas rotas intentando encontrar sentido entre los escombros.

Hoy Radu sigue luchando. Algunos días está mejor; otros vuelve a caer. Yo aprendí a dejar de culparme y a pedir ayuda cuando ya no puedo más. La familia está dividida: algunos creen que debería dejarlo ir; otros dicen que nunca debo rendirme.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Cuándo es momento de soltar para no hundirse junto al ser amado? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?