Cuando el amor de una madre no basta: Mi lucha por salvar a Diego y sobrevivirme a mí misma

—¡Diego, por favor, abre la puerta! —grité golpeando con los nudillos hasta que me dolieron. El silencio del otro lado era más cruel que cualquier insulto. Sentí el sudor frío bajando por mi espalda mientras los vecinos, curiosos, asomaban la cabeza por las ventanas. Sabía lo que pensaban: “Ahí va otra vez la Mariana, la del hijo drogadicto”.

Me llamo Mariana Torres y nací en Guadalajara, Jalisco. Nunca imaginé que mi vida se reduciría a esperar detrás de una puerta cerrada, rogando que mi hijo no estuviera muerto del otro lado. Diego era mi único hijo, mi razón de levantarme cada día. Su padre nos dejó cuando Diego tenía cinco años, y desde entonces fui madre y padre para él. Trabajé en una panadería desde la madrugada hasta la noche, sólo para que no le faltara nada. Pero algo se me escapó entre los dedos.

La primera vez que noté algo raro fue cuando Diego tenía dieciséis años. Llegó tarde, con los ojos rojos y una risa tonta que no reconocí. “¿Estás bien?”, le pregunté. “Sí, jefa, sólo cansado”, respondió. No quise ver lo obvio. Pensé que era la adolescencia, las malas compañías del barrio. Pero pronto las cosas se pusieron peores: dinero que desaparecía de mi monedero, objetos que faltaban en la casa, llamadas extrañas a altas horas de la noche.

Una tarde encontré una bolsita con polvo blanco debajo de su colchón. Sentí que el mundo se me venía encima. Lo enfrenté llorando: “¿Por qué, Diego? ¿Por qué me haces esto?”. Él sólo bajó la cabeza y murmuró: “No puedo parar, mamá”.

Desde ese día comenzó mi guerra. Lo llevé a centros de rehabilitación, hablé con sacerdotes, con psicólogos del DIF, incluso con brujos en el mercado San Juan de Dios. Vendí mi anillo de bodas para pagar terapias y medicinas. Cada recaída era un puñal en el pecho. Los vecinos murmuraban: “La Mariana ya perdió a su hijo”. Mi hermana Leticia me decía: “Déjalo, Mariana, ya no hay nada qué hacer”. Pero yo no podía rendirme.

Una noche, Diego llegó golpeado, con la camisa rota y sangre en la ceja. “Me asaltaron”, mintió. Lo curé en silencio mientras él lloraba como un niño pequeño. “Perdóname, mamá”, repetía una y otra vez. Yo sólo podía abrazarlo y rezar para que esa fuera la última vez.

El barrio se volvió hostil. Las señoras cruzaban la calle para no saludarme; los niños ya no querían jugar con Diego. En el trabajo me miraban con lástima o desprecio. “¿Por qué no lo metes al anexo?”, me preguntó un compañero. Pero yo sabía lo que pasaba en esos lugares: golpes, humillaciones, encierros inhumanos.

Una madrugada lo encontré tirado en el baño, inconsciente, con espuma en la boca. Grité tan fuerte que los vecinos llamaron a la ambulancia. En el hospital me dijeron: “Si sigue así, no va a sobrevivir mucho tiempo”. Sentí rabia contra el mundo, contra mí misma por no haber sido suficiente.

Diego salió del hospital más flaco y triste que nunca. Una noche me senté junto a su cama y le dije: “Hijo, ya no puedo más. Te amo con todo mi corazón, pero esto me está matando”. Él me miró con unos ojos tan vacíos que sentí que ya lo había perdido.

Pasaron semanas en las que apenas nos hablábamos. Yo iba al trabajo como un fantasma; en casa sólo había silencio y miedo. Un día Leticia vino a verme y me abrazó fuerte: “Tienes que pensar en ti también, hermana”. Pero ¿cómo se aprende a dejar ir a un hijo?

Una tarde encontré a Diego sentado en la banqueta frente a la casa, mirando al vacío. Me senté a su lado sin decir nada. Después de un rato murmuró: “Mamá… ¿todavía crees en mí?”. Sentí las lágrimas quemándome los ojos. “Siempre voy a creer en ti, pero tienes que luchar tú también”.

Esa noche Diego me pidió ayuda para internarse voluntariamente en un centro especializado fuera de la ciudad. Vendí lo poco que me quedaba: mi televisor, mi licuadora vieja y hasta los aretes de mi madre. Lo acompañé hasta la puerta del centro y lo abracé como si fuera la última vez.

Han pasado seis meses desde entonces. Diego me llama cada domingo; su voz suena más fuerte, más viva. Yo sigo luchando contra la culpa y el miedo cada día. A veces camino por el barrio y todavía escucho los susurros de los vecinos, pero ya no me duelen tanto.

Me pregunto si algún día podré perdonarme por no haberlo salvado antes, o si el amor de una madre realmente tiene límites. ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por un hijo?