Cuando el amor duele: La lucha de una madre en el corazón de México

—¡No puedes seguir con esto, Mariana! —gritó doña Carmen, la madre de Julián, mientras yo apretaba la ecografía contra mi pecho como si pudiera proteger a mi hijo con solo abrazarlo más fuerte.

Sentí que el aire se volvía denso en la pequeña sala de nuestra casa en Iztapalapa. Julián, mi esposo, no decía nada. Solo miraba el suelo, como si las baldosas pudieran darle respuestas que yo no podía. Tenía 22 años y ya sentía el peso del mundo sobre mis hombros.

Todo comenzó con un sueño. Me casé con Julián porque creí en el amor, en las promesas de juventud y en los domingos de comida familiar. Pero la vida no es una telenovela. A los cinco meses de embarazo, el doctor me miró con esos ojos que evitan la compasión y me dijo: «Tu bebé tiene una cardiopatía congénita severa. Va a necesitar varias cirugías apenas nazca».

Salí del consultorio como si flotara. El ruido de la ciudad me golpeaba los oídos, pero lo único que escuchaba era el eco de esa palabra: «severa». Cuando llegué a casa, Julián estaba viendo el partido del América. Le apagué la tele sin decir palabra y le mostré el papel del doctor. Él lo leyó, frunció el ceño y solo murmuró: «¿Y ahora qué vamos a hacer?»

No hubo abrazo. No hubo consuelo. Solo miedo.

A los pocos días, doña Carmen llegó con su rosario colgando del cuello y una mirada que podía partir piedras. «Ese niño va a sufrir toda la vida. ¿Por qué no piensas en lo mejor para todos?», me dijo. Yo sabía lo que insinuaba, pero no podía creerlo. «¿Quieres que lo abandone? ¿Que lo deje morir? ¡Es mi hijo!», le grité entre lágrimas.

Julián se volvió un fantasma en casa. Salía temprano, regresaba tarde y evitaba mirarme a los ojos. Una noche, mientras lavaba los trastes, lo escuché hablar por teléfono en voz baja:

—Mamá, no sé si pueda con esto… Mariana está obsesionada con ese niño…

Sentí que me arrancaban el alma. ¿Obsesionada? ¿Acaso no era él también padre de ese niño?

Los meses pasaron entre consultas médicas, trámites en el Seguro Social y noches sin dormir. Mi panza crecía y con ella el miedo. Pero también la determinación. Empecé a buscar grupos de apoyo en Facebook, conocí a otras madres que luchaban por sus hijos con problemas del corazón. Me aferré a sus historias como náufraga a una tabla.

El día del parto llegó en medio de una tormenta eléctrica. Julián ni siquiera estaba en casa; se había ido a trabajar y no contestaba el celular. Mi hermana Lucía me llevó al hospital en su viejo Chevy azul, rezando todo el camino.

Mi hijo nació pequeño y morado, pero vivo. Lo llamé Emiliano porque quería que tuviera un nombre fuerte, de luchador. Lo llevaron directo a terapia intensiva neonatal. Yo solo pude tocar su manita a través del plástico de la incubadora.

Julián llegó horas después, oliendo a cerveza y miedo. Miró a Emiliano como si fuera un extraño y luego me dijo: «No sé si pueda con esto, Mariana».

—No tienes que poder —le respondí—. Yo sí puedo.

A partir de ese día, fui madre soltera aunque legalmente seguíamos casados. Doña Carmen dejó de visitarme; solo mandaba mensajes diciendo que rezaría por nosotros. Julián se fue alejando cada vez más hasta que un día simplemente no regresó.

Las cirugías de Emiliano fueron una pesadilla interminable: filas eternas en el hospital La Raza, doctores que hablaban rápido y sin mirar a los ojos, noches enteras sentada en una silla dura esperando noticias. Pero también hubo milagros pequeños: una enfermera que me regaló un café caliente, otra madre que me prestó su celular para llamar a Lucía cuando se me acabó el saldo.

La familia se dividió: algunos decían que era mi culpa por «no haberme cuidado» durante el embarazo; otros decían que era castigo divino por haberme casado tan joven. Yo aprendí a ignorar las voces ajenas y escuchar solo el latido débil pero valiente de Emiliano.

Un día, mientras le cantaba una canción de cuna en la sala de espera, una señora mayor se me acercó:

—¿Sabes? Mi nieta también nació con un problema así… Ahora tiene 15 años y baila danzón cada domingo en la Alameda.

Me aferré a esa imagen como quien se aferra a la esperanza.

Emiliano cumplió un año rodeado de cables y monitores, pero también de amor verdadero: el de mi hermana Lucía, el de mis amigas del grupo de apoyo y el mío propio. Aprendí a ser madre y padre; aprendí a pelear por cada medicamento, por cada consulta, por cada sonrisa.

Hoy Emiliano tiene tres años. Corre lento pero firme por el patio de la vecindad mientras yo vendo tamales para pagar sus terapias. A veces Julián llama para preguntar cómo está; otras veces ni siquiera eso. Doña Carmen nunca volvió.

Pero yo sigo aquí, luchando cada día por mi hijo y por mi dignidad.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más tienen que pelear solas contra el miedo y el abandono? ¿Cuántos Emilianos necesitan madres dispuestas a desafiarlo todo?

¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que elegir entre tu familia y tu hijo?